Esperando a Aung San Suu Kyi

Miguel Anxo Murado EL MUNDO ENTRE LÍNEAS

OPINIÓN

30 sep 2017 . Actualizado a las 08:55 h.

El escenario de la tragedia del pueblo rohinyá, el estado birmano de Rakhine, tendría que ser un lugar rico. La tierra es fértil, la pesca abundante y por su territorio pasan los oleoductos que van a China. Sin embargo, las tres cuartas partes de la población de Rakhine viven en la pobreza. No solo los rohinyás musulmanes, también los rakhines budistas. Esta es la base de un drama que no se circunscribe la limpieza étnica de los rohinyás: una guerra entre pobres, convertida en una guerra sectaria entre musulmanes y budistas. Cada vez que esa violencia sectaria estalla, y lo hace generalmente con violencia por ambas partes, el Ejército birmano se pone de parte de los budistas rakhines con los que comparte religión. En Birmania, a los rohinyás se les considera, sin demasiada base histórica, inmigrantes bangladesíes recién llegados -en realidad, muchas familias han permanecido allí durante siglos.

El proyecto de limpieza étnica comenzó realmente en la década de 1980, cuando los militares en el poder en Rangún excluyeron a los rohinyás de la lista de minorías étnicas del país, privándoles en la práctica de la nacionalidad. En la década de 1990 más de medio millón de rohinyás se vio obligado a huir ante la presión del Ejército. Incluso antes de esta última oleada de refugiados, ya había más rohinyás viviendo en el exilio que en la propia Birmania: unos 400.000 en la vecina Bangladés y 700.000 en otros lugares de Asia y Oriente Medio.

Este historial de discriminación desmiente a las autoridades birmanas cuando justifican su represión de los rohinyás como una reacción defensiva frente a violencia de los propios rohinyás. Sí es cierto, en cambio, que esa violencia existe y que es un factor desencadenante en esta última crisis, que comenzó el pasado 25 de agosto cuando un movimiento armado rohinyás lanzó una ofensiva simultánea contra treinta puestos de policía y una base militar. No está del todo claro que ese movimiento armado, el ARSA (Ejército de Salvación Rohinya de Arakan), tenga un proyecto de estado islámico para Rakhine como asegura Rangún, pero sí se sabe que recibe apoyo desde Pakistán y es de obediencia islamista.

Si el ARSA es, como pretende, un grupo de autodefensa, sus acciones no podían haber tenido un efecto más distinto al buscado. El ejército birmano ha aprovechado las emboscadas del 25 de agosto como pretexto para la lanzar una nueva operación de limpieza étnica contra los rohinyás. Es difícil de calcular, pero en estas semanas pueden haber huido de Birmania más de medio millón de musulmanes, un flujo de refugiados más rápido que el de Ruanda de 1994.

Ante esta situación, el mundo mira a la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi en busca de una solución. Cuando era una prisionera política de los militares, la prensa sufría de un exceso de dependencia de su figura, de la que se esperaba un mesianismo democrático. Ahora que comparte el poder con os generales, sucede lo mismo. Es el «síndrome Mandela», la creencia ingenua de que el mundo lo mueven personalidades individuales. Es un error.