También el Rey habló muy tarde

OPINIÓN

Quique García | EFE

05 oct 2017 . Actualizado a las 07:40 h.

Hace un año, o tres meses, el discurso del Rey hubiese sido un bálsamo para nuestro dolor, una espuela para el Gobierno, y un estímulo para que los jueces dejasen de perseguir las botellas de vino regaladas por Navidad para encararse en serio con Puigdemont, Junqueras y Forcadell. Porque, aunque este asunto ya estaba recocido antes del verano, y ya entonces nos quedaban años de duro trabajo para apear a las élites catalanas de sus cíclicas e interesadas rabietas, podríamos habernos evitado la vergüenza que estamos soportando, y esta degradación cívica y política que todo lo complica. 

Pero, pronunciado antes de ayer, y al margen de lo que escriban los devotos del peloteo, el discurso del Rey solo puede sugerir estas sencillas preguntas: si es verdad que la Generalitat es desleal, infringe las leyes, se ríe de los jueces y los poderes del Estado, subleva a diario al pueblo de Cataluña, legisla contra la Constitución, y utiliza su poder institucional para desmembrar España; si todo esto es verdad -como vos, buen Rey, habéis dicho-, ¿qué hace Puigdemont en el Palau de Sant Jaume? ¿Por qué no se suspende la autonomía? ¿No sería mejor que se sentasen delante del televisor la Casa Real, el Gobierno, las Cortes y el Poder Judicial, para escuchar una colosal bronca de los ciudadanos -por maulas, cobardicas, tiquismiquis e incompetentes-, antes de empezar a hablar de responsabilidades?

Todo lo que había que hacer -y no se hizo- le correspondía a los poderes del Estado y a la propia Corona. Y resulta muy indignante, con todos los respetos, que se inviertan los papeles, y que, en vez de ser vosotros los que escuchéis a los ciudadanos, tengamos que ser nosotros -que estamos de vuelta y media de tanto despropósito- los obligados a disimular, por lealtad, y a poner cara de «¡qué bien hablan nuestros líderes cuando dicen obviedades!».

El golpe de timón del Estado, en toda su extensión, ya no puede ser flojo, ni servir de paño caliente. Y cada hora que se tarde en darlo solo servirá para, en aras de un balanceo estéril e indecente, poner en riesgo a España, su Constitución y su democracia. No creo que en este asunto haya habido gente más leal y comprometida que yo. Pero no me gusta vivir en un país acomplejado, que no se atreve a hacer sus deberes, que se deja criticar por países que no dudan en propinar enormes malleiras para proteger los inútiles y elitistas aquelarres del G-20, que no manda a paseo a los furrieles de la ONU recordándoles que las policías asesinas y racistas andan por Alabama, y que necesita leer los periódicos extranjeros para formarse un criterio de lo que pasa en Barcelona. Por eso le digo, Majestad, que su magnífico discurso nos llegó caducado, y que los únicos males que pueden vencer a España son el silencio de los leales, el alboroto de los buenistas y el achique del Estado.