Vranac, cuyo nombre real no revelaré, y yo nos hemos quedado solos bebiendo un vino kosovar en el salón del piso que comparte con un chico marroquí en la Ciudad de México. Es verano de 2010, tres años antes de que sea admitido en una prestigiosa universidad estadounidense como investigador y doctorando en Economía. Cuatro años antes de que conozca a su futura mujer y madre de su hijo. Estamos él y yo hablando de blues, de los amigos, de la vida, y de todo lo que queremos conocer y vivir. También charlamos sobre ese ecléctico vino de su tierra, de su padre poeta y crítico de jazz, y de la escuela que lo acogió en México (fundada por exiliados españoles) tras haber huido con su familia de los horrores en los Balcanes. Después me revela por qué su voto no es de izquierdas, y, por último, hablamos sobre Kosovo y Cataluña
Es del Barça y juega en el Galicia, equipo de una liga amateur mexicana que se nutre de hijos y nietos de españoles. Vranac es inteligente, sabe que sólo las deidades perdonan, pero los números, la economía y la naturaleza, no. Su mente vive entre fórmulas y modelos econométricos, pero su ser es extremadamente sensible, algo que esconde detrás de argumentos impolutamente estructurados. Por eso el blues lo hipnotiza, porque hay algo que suena en esa música que jamás podrá escribir en una partitura. Lleva más de diez años fuera de Kosovo, pero habla sobre su pueblo utilizando la primera persona del plural. Él no repite los discursos separatistas con tintes de universalidad. Y antes de servir la última copa, Vranac me dice: «si los kosovares tuviéramos una cuarta parte de los derechos que tienen los catalanes en España, no querríamos la independencia».
Salió de Pristina siendo apenas un niño, cuando, como todos los de su edad, sólo quería jugar. Pero, a pesar de los años que han pasado, aún recuerda que por hablar en albanés (y no en serbio) él debía estar (con los «suyos») en un lado específico de aquel muro gris con alambre que partía las entrañas del colegio. También recuerda que jugaba a lanzarse objetos con esos «otros» que estaban detrás de aquella frontera de concreto alambrada… y que no era un juego amigable. Lo que no me pudo/quiso contar es cómo ni cuándo comenzó esa división.
Del viaje que hizo con su familia hasta México habla poco. Es maduro y consciente de que no todos pueden comprender en palabras lo que él presenció y escuchó en la infancia… cuando la guerra dejó de ser un juego de niños para convertirse en una vergüenza de mayores. Sabe, perfectamente, lo que es salir de casa con maletas, pero sin un billete de vuelta. Y es muy probable que su definición de represión sea abismalmente distinta a la que se utiliza en su círculo social. Él sí vivió la segregación lingüística y étnica. Tiene muy clara la noción de haber nacido en una zona convulsa del mundo, en la que las divisiones están más allá de los muros y de los discursos. Sabe, y muy bien, que hay silencios que aniquilan, y que no siempre la vida se toma la molestia de preguntarte: «¿quiere usted pertenecer a esta parte del mundo?».
Hace varios años que no sé de Vranac, y me pregunto ¿cómo estará?, ¿qué habrá cambiado en él? Vive en Estados Unidos y me gustaría saber qué opina sobre el desafío secesionista de Cataluña. Quisiera preguntarle si alguien colgaba banderas kosovares (y no serbias) en los balcones de Pristina en 1998. También, si le parece que las diferencias identitarias y lingüísticas entre el catalán y el español se asemejan, en alguna proporción considerable, a las que existen entre el albanés y el serbio. Seguramente siga siendo del Barça, pero me complacería muchísimo si me lo pudiera confirmar personalmente. Me gustaría saber si sigue creyendo que, de haber tenido los mismos derechos que los catalanes, los kosovares jamás hubiesen declarado unilateralmente su independencia en febrero de 2008, si realmente cree que la convivencia con el pueblo serbio hubiese podido ser pacífica. Quisiera descorchar una botella de algún caldo del penedés, montsant o el priorat, y preguntarle: «Si Kosovo fuese Cataluña…».
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