Entre el acto y la actuación

Manuel Fernández Blanco
Manuel Fernández Blanco LOS SÍNTOMAS DE LA CIVILIZACIÓN

OPINIÓN

16 oct 2017 . Actualizado a las 08:03 h.

El acto separa del otro y supone una transformación del sujeto. Marca un antes y un después, crea una realidad nueva. Julio César, al atravesar el Rubicón al mando de sus legiones, ya solo podía morir o ser emperador. En el corazón de cualquier acto hay un no proferido al otro, ya que no hay un acto verdadero que no suponga el atravesamiento de un código, de una ley. Por eso el sujeto del acto es siempre un infractor.

Por otra parte, el acto es único, no se repite. Todo auténtico acto implica la separación del otro, la soledad y la ausencia de garantías. El sujeto del acto es el que asume las consecuencias, cosa cada vez menos frecuente. El sujeto del acto pone en juego su deseo. ¿Qué garantiza el acto? Nada. El acto no es del orden de la garantía, sino del orden del riesgo, pero es un riesgo diferente al que está presente en la actuación descontrolada o impulsiva. O sea, que cuando el acto no es agitación, descarga motriz, movimiento, el acto es transgresión. Es lo que se observa en la historia: que todo acto es franqueamiento de un código, de una ley, respecto a la cual es una infracción. Y es esa infracción lo que permite al acto reformar la codificación. El acto pasa por un cierto «no pienso». Por eso el acto es tan difícil para el obsesivo, que duda para demorarlo o hacerlo imposible, aunque lo desee y sueñe con realizarlo. Si la esencia del pensamiento es la duda, la del acto es la certeza. El acto, por otra parte, tiene lugar por un decir. O sea, que no basta un hacer, es necesario un decir que enmarque y fije el acto. Para que haya acto es necesario que el sujeto mismo sea transformado por él. El acto comporta la resolución de la indeterminación. Puigdemont declaró la independencia de Cataluña, para anularla inmediatamente después. Esa es la actuación de un obsesivo que afirma algo, para negarlo a continuación, y pretende restaurar la intención inicial al momento siguiente. Pero ya no vale. La independencia proclamada duró unos segundos: los de su indeterminación. Puigdemont perdió la oportunidad de inscribirse en la historia de un modo excepcional: como héroe o como mártir. Nada que ver con el acto de Companys en 1934. Ese fue un auténtico acto, y el sujeto del acto asumió sus consecuencias, hasta las últimas en producirse.

Son malos tiempos para el acto: para bien y para mal. En la época de la modernidad líquida, al menos en las democracias occidentales, ya nadie arriesga su vida por una causa. Ni siquiera se arriesga el patrimonio o la libertad. Por eso las revoluciones son cada vez más de semblante. La declaración de independencia de Companys, en 1934, duró 10 horas. Companys y su gobierno acabaron en prisión. La insurrección costó 80 muertos. Afortunadamente, la revoluciones ya no son lo que eran y sus consecuencias tampoco. Por eso, cuando ya nadie quiere arriesgar su vida y su bienestar, lo más real en juego es la economía: la propia, la individual, y la colectiva. Fuera de eso todo es semblante.

Marino Rajoy ha tenido que preguntarle al presidente de la Generalitat si realmente su declaración es un acto. Eso deja claro que no lo ha sido.