Galicia arde y no es noticia. Bueno, lo es, pero momentáneamente. Como todos los años. Como cada verano en el que sus hectáreas se queman sin piedad. Cada vez que las lluvias tardan en llegar, aquellos desfavorecidos de la razón y del calor humano se arman de imbecilidad (jamás de valor) y prenden fuego a lo más vulnerable, a lo que es incapaz de hacer daño a nadie, a lo único que sí es de todos. Y nuestros paraísos naturales arden entre llamas y sin tregua, esperando el llanto de los cielos para calmar la devastación.
El año pasado un pirómano gallego, después de haber hecho lo suyo, fue ingresado en una unidad de psiquiatría. Ahí, no contento con sus desmanes, incendió tres colchones. Hoy no se sabe en qué hospital se encuentra internado, o siquiera si lo esté. Pocos días antes, una pirómana se cargó 22 hectáreas con velas aromáticas y un encendedor que ponía «Amo Galicia», de acuerdo con el diario EL MUNDO. Pero esto no es un fenómeno nuevo, y todos lo sabemos. En 2006, entre 80.000 y 100.000 hectáreas ardieron en esa comunidad durante las dos primeras semanas de agosto. Y todas ellas causadas intencionalmente. Los bosques no se visten de llamas de esa manera por la caída de un rayo.
De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), Galicia fue la comunidad con una mayor extensión de territorio afectado por incendios durante el periodo 2001-2015. Y la tendencia continúa. Sin embargo, Castilla y León y Andalucía no se quedan atrás. El impacto económico tras estas desgracias es millonario, pero el natural es invaluable. ¿Y en cuanto a lo social? Hay personas que han perdido, en cuestión de minutos u horas, su casa y su patrimonio. Cada año vemos a gente llorando por sus parcelas y por sus viviendas, a vecinos ayudándose los unos a los otros con cubos, extintores y mangueras. Y eso no basta para que, año tras año, unos cuantos degenerados y deficientes mentales prendan fuego a todo, literalmente todo, menos a ellos mismos.
«Soltero, alcohólico, analfabeto y desempleado», así definió la Policía portuguesa el perfil del pirómano en el país vecino. Este año tampoco ha sido uno fácil para ellos. En lo que va de 2017 el número de hectáreas quemadas ahí ya pasa de las 70.000. Y el año pasado la mitad de los incendios en la Unión Europea fueron en Portugal. Así lo publicó EL MUNDO el 31 de agosto. Los datos son alarmantes, pero las condiciones aún más. ¿Quién en su sano juicio coge un mechero y prende fuego a algo tan noble como un bosque? Nadie. Frustrados, enfermos y ociosos son, en gran medida, quienes causan estas catástrofes, las que mañana se olvidarán porque volveremos al monotema: Cataluña. Ayer, un amigo mío publicaba en Facebook algo como, «Estamos más preocupados por una comunidad que se va, que por una que se quema”, y me parece que no le falta razón.
¿El año próximo pasará lo mismo? Sin duda alguna. No hay forma de erradicar a quienes cumplen con el perfil elaborado por la policía portuguesa. ¿Habrá alguna forma de controlarlos? Lo desconozco, y tampoco sé si el endurecimiento de las penas por causar incendios sea una medida efectiva. Pero lo que sí sé es que en España y Portugal no son un problema menor. El que un puñado de orates queme, sin mayor motivo que el de joder, nuestros tesoros naturales más preciados, y que no suceda nada, absolutamente nada, al respecto, no sólo es preocupante, sino vergonzoso.
De las cuatro condiciones antes descritas sobre los pirómanos, la más preocupante me parece la del desempleo. Porque ese es el detonante. El alcoholismo es una enfermedad y se puede tratar. El analfabetismo es cada vez menor. La relación entre la soltería, como tal, y la piromanía es ínfima o nula. Pero el desempleo sí que juega un papel indispensable. Sentirse frustrado, hecho trizas por la vida y sin trabajo, el saberse otro más de los tantos que no tienen nada qué perder, y mirarse al espejo, día tras día, como un despojo humano sin valor alguno para la sociedad y el bienestar común, ese sí que puede ser un factor determinante para que alguien coja el mechero y se cargue los bosques, o lo que sea de fácil combustión. Y no se cargan los edificios y las ciudades porque la piedra y el cemento no arden como las ramas, las hojas, los troncos y el pelo de los animales, porque de lo contrario, sin duda alguna, también lo harían. Total, no tienen nada qué perder. Pero ¿y si intentáramos resolver el tema del desempleo?, ¿y si con ello lográramos una importante disminución en los incendios? Parece más difícil de lo que tal vez sea. Puede ser que el experimento merezca la pena, al menos para imaginar que un día podamos decir… «Érase una vez un pirómano…». Tal vez, como siempre, tal vez.
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