«La patria es un invento… el que cree que pertenece a un país, el que se siente patriota es un tarado mental». Le dice Martín Echenique a Martín, su hijo, mientras acompañan la cena con un Vega Sicilia (Valbuena) en un restaurante de Madrid. El padre se mira en su hijo cuando éste le pregunta sobre si alguna vez pensó en volver a Buenos Aires, después de tantos años viviendo al otro lado del charco. Ninguno se siente ni de «aquí» ni de «allá». Martín (padre) está por hacer una desmenuzada y aguda descripción de la «trampa» en la que consiste el patrioterismo, así como del engaño en el que viven quienes izan banderas para reivindicar alguna identidad. Es 1997, cuatro años antes de que la economía argentina se derrumbe, y de que, otra vez, muchos de sus hijos tengan que reinventarse en el exilio. Como así lo hizo Federico Luppi, el majestuoso actor trasatlántico (llamado de esa manera por Xesus Fraga, periodista de La Voz de Galicia) que da vida a Martín (padre) en la cinta Martín Hache, del también hispano-argentino Adolfo Aristarain. Es 1997, y faltan 20 años para que Argentina, España, el séptimo arte y el mundo de la interpretación pierdan a uno de sus hijos predilectos. Sí, a Federico Luppi, artista consagrado y mentor, que falleció el pasado viernes a los 81 años en su tierra natal. Sí, al interprete de aquel padre icónico de mi generación, que primero le dice a su hijo que quien se siente patriota es un «tarado mental», pero que después, roto y envuelto en nostalgia, confiesa en soledad que el recuerdo de la gente silbando por las calles porteñas casi «le hace volver» a sus raíces.
Muchos nos hemos visto en aquella escena y en el papel del hijo de Martín (interpretado magistralmente por Juan Diego Botto). Pero pocas personas, como Federico Luppi, han podido contemplarse dentro de ellas mismas con tal fidelidad. Él interpretó casi premonitoriamente a Martín Echenique cuatro años antes de marcharse de Argentina, debido al desastre causado por el famoso Corralito de 2001. Su segundo exilio. El primero, motivado por la dictadura militar, fue de índole político, pero el segundo fue económico. Da igual, un exilio es un exilio.
Pero no fue ese el único personaje que lo lanzó al estrellato. ¡Cómo olvidar a Carlos Teodoro Bonifatti en Plata Dulce (1982), a Fernando Robles, el profesor de literatura en Lugares comunes (2002), al heroico Mario de Un Lugar en el mundo (1992), o al inigualable Pedro Bengoa, genio y salvaje en Tiempo de revancha (1981)! Sí, ¡Cómo olvidar a Federico Luppi!, uno de los interpretes más laureados en los guiones del maestro Aristarain.
Nunca lo pude entrevistar. Y ahora lo lamento más que nunca. Me hubiera encantado charlar con él. De literatura, de viajes y de todo lo que queremos nos cuente la gente a la que admiramos. A Cristina Rota, referencia indiscutible en las artes escénicas y madre de Juan Diego Botto, a quien sí pude entrevistar en alguna ocasión, le pregunté por él. Cambió el tono de voz, me atravesó con la mirada, lanzó una media sonrisa y me dijo que era mejor que lo conociera personalmente, que eso iba a ser mucho mejor que todo lo que ella me pudiera decir de él. Y lo hizo como una gran recomendación. Desgraciadamente ya no podré tomarle la palabra.
Hoy, a escasos días de que uno de los grandes actores de las dos orillas nos haya abandonado, salgo a caminar por las calles y miro los balcones llenos de banderas. Abro los diarios, las redes sociales y también saltan banderas, muchas de ellas. Banderas de países, de regiones, de equipos de fútbol. Mantas reivindicativas. Telas y colores con los que la gente quiere gritarle al mundo su pertenencia a «algo». Al principio me llaman mucho la atención, pero después se convierten en lugares comunes. Me pregunto si sus dueños están en busca de «un lugar en el mundo». Y en estos días, en los que me encuentro cada vez más con banderas, de todos tipos y por todos lados, me viene a la mente la escena de Martín Echenique diciéndole a su hijo que «la patria es un invento», que el que se siente patriota es «un tarado mental». No sé si tiene razón, no sé si exista razón alguna para justificarse por colgar una manta desde el balcón. Sólo sé que los sentimientos de pertenencia son mucho, muchísimo, más profundos que los colores (o el orden de ellos) en cualquier manta y de cualquier lugar. Sólo sé que esa épica escena, protagonizada por Federico Luppi y Juan Diego Botto, nos volverá a la cabeza a muchos con una mayor frecuencia, a partir de ahora. Y sólo sé que hoy, cuando más me hubiera gustado entrevistarlo y conocerlo, el cine ya lo está echando de menos más que yo. No comparto algunas de sus opiniones sobre política y economía, pero jamás dejaré de admirar la propiedad con la que se expresaba, su forma tan «adulta» (como él la llamaba) de hablar, de mostrarse y de pensar. Gracias, artista, por haber sido Echenique, Bengoa y Bonifatti, gracias por todo. Gracias, hoy más que nunca.
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