Los viajes comienzan un día antes y terminan uno después. Al menos así es para mí. Estoy volando a miles de kilómetros sobre el nivel del mar. Aquellos que esperan mi llegada hacen su día como cualquier otro, como si fuese ayer o anteayer. Y quien espera mi pronta vuelta también tiene un día normal, como si no me hubiese ido. En estos momentos, mientras cruzo el Atlántico dentro de un cielo azul casi morado, pienso en todo lo que está pasando mientras que para mi no pasa nada. Siento que voy, pero no he llegado. Leo el diario y me encuentro con la pluma de uno de mis grandes mentores. El maestro y el mar es el título de su columna. Me conmueve y me hace recordar. Cierro los ojos después de haber visto el mar a miles de kilómetros desde mi ventanilla y siento que aún me pierdo en el manto de sus olas.
Pienso en el hueco que dejé en la maleta para la persona que no pude traer conmigo. Sé que ella, igual que yo, estaría leyendo esa columna y que la comentaríamos al llegar.
Me duermo, despierto, abro de nuevo el diario y releo esas líneas que hablan sobre un maestro capturado y fusilado en 1936 sólo por haber enseñado a sus alumnos, desde su gélida Castilla, a mirar el mar cerrando los ojos. El resto de pasajeros prefiere las pantallas. Voy a las páginas anteriores del periódico y el desafío independentista acapara los titulares como todos los días desde hace meses. Y pienso en Barcelona. Pienso también en ti, abuelo. Pienso en ti y en Barcelona porque tú, al igual que ese maestro castellano, me enseñaste que cerrando los ojos podía ver muchísimas cosas. Pienso en la Ciudad Condal que aparecía en tus desvaríos a 10.000 kilómetros de ella, a la que tantos asturianos, y otros españoles, querían ir. Imagino aquella estampa barcelonesa que tenía que improvisarte y construirte mi abuela a las cuatro de la mañana, cuando te despertabas en medio de un delirio viéndote en esa ciudad y pedías unas ostras a horas impropias. Pienso en ti, abuelo, y me imagino contigo en la Barcelona que tú conociste, la que tú viviste, y de la que apenas nos contaste.
Vivo a escasas horas en tren de esa ciudad, y rara vez la visito. Todavía la siento tuya. Pero hoy, que estoy a muchísimos más kilómetros de ella, mientras más me alejo más la recuerdo. Como también te sucedía a ti.
Estoy volando sobre el Atlántico y siento que no está pasando nada. Me muevo a la velocidad del tráfico de los cielos, pero todo parece estático. Pienso en mi abuelo, en la Barcelona que alguna vez fue tan anhelada, y en el hueco de mi maleta. También, en aquellas ostras y en la paradoja de la distancia y la memoria. Leo y sueño. Cierro los ojos y sigo soñando. Los abro y siento que no ha sucedido nada. Sólo soy otro pasajero con un billete de ida y otro de vuelta, otro viajante que necesita volar para sentir que no pasa nada y que al cerrar los ojos podrá ver algo más. Soy sólo un tipo con suerte que durante un viaje de once horas abre el diario y se encuentra con El maestro y el mar y se dispone a soñar. Soy un visitante que al llegar hablará sobre lo que leyó ayer… Porque los viajes comienzan un día antes y terminan uno después.
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