La secesión y la patochada del divorcio

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

08 dic 2017 . Actualizado a las 10:06 h.

Sorprende la capacidad de ciertas tonterías para convertirse en lugares comunes que se repiten sin cesar. Y más todavía la seriedad con la que algunos, a base de escucharlas por doquier, acaban defendiéndolas como verdades que no cabe refutar.

En los últimos meses ha hecho fortuna en la Red una gansada clamorosa: la de quienes comparan la secesión territorial, que no está reconocida en ningún ordenamiento jurídico del mundo, y el divorcio, que lo está en todos los países democráticos. Tal contraste constituye, sin embargo, una mera fruslería para la legión de listos sobrevenidos que consideran rigurosa la prédica según la cual Cataluña tiene derecho a la secesión en idéntica medida que un matrimonio a divorciarse. La conclusión de tal majadería es un portento: que del mismo modo que sería una atrocidad obligar a permanecer juntas a dos personas que quieren divorciarse, supone un atentado a los más elementales principios democráticos no permitir la secesión de un territorio que quiere separarse del Estado del que secularmente forma parte.

La comparación es tan descabellada y tan absurda que no merecería consumir una de las valiosas columnas que tan generosamente me cede este periódico, de no ser porque tras ella late una idea de fondo tan peligrosa como falsa: la de que un territorio tiene, como cualquier persona, una sola voluntad. Solo hay que mirar a Cataluña, como a cualquiera otra de las regiones españolas o europeas, para constatar que tal presunción es una mentira como un poste.

Cuando dos personas deciden divorciarse las únicas voluntades que cuentan son las suyas, aunque en su separación puedan verse afectados otros intereses (sobre todo los de los hijos, si los hay).

Por tanto, solo ellos deben decidir. Y por tanto, si sus voluntades no concuerdan no queda más salida que respetar la de quien no quiere seguir unido a un vínculo que solo puede nacer del mutuo acuerdo.

La secesión de un territorio es, muy por el contrario, una decisión que afecta a cientos de miles o millones de personas, cuyas voluntades son distintas, según ocurre siempre en cualquier grupo social.

Y es justamente esa pluralidad de voluntades la que impide decidir con arreglo al criterio democrático, dado que hacerlo de ese modo significaría imponerle a una parte del grupo una opción que, afectando a los intereses de todos, adopta únicamente la otra parte.

Tan es así que la metáfora del divorcio, utilizada de un modo congruente, conduciría en realidad a una conclusión totalmente opuesta a la de quienes pretenden defender con ella la secesión de Cataluña. Obligar allí, o en cualquier parte, a los no nacionalistas a aceptar el criterio mayoritario de los nacionalistas sería tanto como someter a decisión democrática si los miembros de una comunidad deben o no deben divorciarse, imponiendo el criterio de la mayoría (la separación) a quienes quisieran seguir juntos. Una ocurrencia demencial que nadie en su sano juicio aceptaría.