El coro y la nota

OPINIÓN

18 dic 2017 . Actualizado a las 08:21 h.

Imagine el lector que le propongo un juego de simulación. Un nuevo supuesto. En este caso se trataría de un grupo de jóvenes que decidieran crear un coro y lo hicieran con la premisa de que fuera el coro más original del universo. Un coro extraordinario, genial, que trajera consigo un replanteo general de las agrupaciones vocales. Lo primero que harían sería buscar a otros que pudiesen cantar con voces distintas. Unos más graves, otros más agudos; y compartieran con ellos la base del proyecto. También buscarían a alguien que pudiese leer una partitura y fuera capaz de dirigir al conjunto, de indicar las entradas, marcar el ritmo y el sentido interpretativo. Sobre estas bases introducirían la idea novedosa, la que aportara el plus revolucionario al proyecto: a cada miembro del coro se le asignaría una nota, la cual sería la que él cantara y no cantaría ninguna otra. Imagíneselo querido lector, se establecería una relación nueva entre el cantante y su sonido; el cuidado y resultado de cada sonido sería responsabilidad de cada individuo. Esto es, a fulano le correspondería el do de la cuarta octava, a citana el sol de la quinta, a mengana el si bemol de la misma octava y así sucesivamente. Un sonido por persona. Con sesenta miembros este coro sería posible, habiendo una persona por cada nota, de los registros en los que se mueve una partitura coral normal.

En este supuesto, la interpretación de una melodía supondría la intervención alterna y sucesiva de varios miembros del coro. Se trataría de un remedo de la estructura  serial utilizada por los músicos del siglo XX (me refiero al serialismo integral de los seguidores de la Escuela de Viena).

Lo inmediato sería que cada cantante estableciese una relación especial con su nota particular. La cuidaría con esmero, como si se tratara de su mascota, la puliría y perfeccionaría, procurando interpretarla con un especial mimo y cuidado. Procuraría que su calidad sonora no dependiera de la sílaba a pronunciar, puliendo las vocales y las consonantes, bien fueran labiales, o palatales. Si el director actuase con cordura, empezaría montando obras monódicas (por ejemplo cantos llanos), y/o pequeños cánones a dos voces. Al principio, el ajuste de los distintos cantantes presentaría dificultades, pero, una vez resueltas, el resultado podría llegar a altos niveles de calidad y belleza. A esto habría que añadir la sorpresa y consiguiente admiración, que originaría en un público ávido de novedades. Eso generaría una inyección de autoestima para el colectivo, que supondría un refuerzo en la tendencia ascendente. El proyecto «un cantante, una nota» estaría resultando un éxito y, todo parecería indicar, que se estaba produciendo una auténtica revolución en el entorno musical.

Pero el proyecto acabaría tropezándose con dificultades insalvables. Lo más probable es que estas llegasen en el momento en el que la agrupación empezara a abordar obras complicadas. Según la música a interpretar se fuera complejizando, pasando de la monodia acompañada, a las primeras formas contrapuntísticas, el nuevo procedimiento iría mostrando sus debilidades hasta hacerse inviable. Un motete a cuatro voces, o la parte de misa renacentista con estructura melismática, serían imposibles de interpretar con el sistema «un cantante, una nota». La imposibilidad provendría de la dificultad para mantener una línea sonora uniforme resultante de impulsos procedentes de emisiones diversas, y también de la existencia de varias fuentes tímbricas en una misma línea melódica, lo que originaría un ruido añadido indeseable.. La consecuencia sería, una vez demostrada la invalidez del nuevo sistema, la vuelta al antiguo (cada cantante ejecuta un promedio de quince sonidos y se ocupa por entero de una línea melódica, denominada cuerda o voz), por lo que se darían por perdidos los años de ensayo. Pero, ¿Se pueden considerar perdidos los años dedicados a la investigación, al intento por encontrar cosas mejores?.

Un proceso de este tipo podría darse en un contexto en el que estuvieran primados los valores de la juventud (innovación, originalidad, descubrimiento...), frente a los de la ancianidad (tradición, reflexión, estancamiento...). Utilizando términos gratos a Ortega y Gasset, esto podría ocurrir en una sociedad pueril. Ella omitiría el conocimiento alcanzado por sus mayores (ahora ancianos, antes jóvenes) y viviría, por ello, en un continuo descubrimiento y replanteamiento de todo; en un continuo adanismo. La España actual es pueril cuando se pregunta si Asturias (o cualquier otra región) es nación o nacionalidad, cuando se pregunta como debe ser y como debe estar organizada. Cuando se cuestiona su esencia.

De todas formas, las cosas nunca son como parecen. Una cierta dosis de infantilismo, de puerilidad, parece estar en la clave de la evolución humana. Al menos así opinan los zoólogos, que achacan a la neotecnia el éxito evolutivo de nuestra especia. Es nuestro gusto por los rasgos infantiles (somos el único animal que seguimos jugando, aún siendo adultos), tanto físicos, como psicológicos; nuestra afición por el deporte, por el juego, por los descubrimientos. Nuestra curiosidad, nuestra capacidad para perder el tiempo en cosas inútiles.

De nuevo parece que en el punto medio está la virtud. Desconfiemos de nuestro ego tumefacto y recordemos lo escrito por Juan de Salisbury en el siglo XII: «Decía Bernardo de Chartres que somos como enanos aupados a hombros de gigantes, de manera que podemos ver más cosas y más lejanas que ellos, no por la agudeza de nuestra vista o por nuestra elevada estatura, sino porque estamos alzados sobre ellos y nos elevamos sobre su altura gigantesca».