De mítines por Barcelona

OPINIÓN

16 dic 2017 . Actualizado a las 09:55 h.

Ayer viajé a Barcelona por motivos profesionales. Salí de Santiago a las siete de la mañana, pero, cuando me ofrecieron un billete para regresar por la tarde, les dije que me quedaría a dormir allí, porque quería ir -literalmente- «a pasear un poco y a algún mitin electoral». Aunque yo prefiero Madrid, donde pasé siete años estudiando y haciendo el servicio militar, reconozco que Barcelona es una ciudad fascinante, hermosa y culta, que rezuma bienestar por todos los poros, y que permite al turista hacer lo que más puede le satisfacer: pasear la ciudad al mismo tiempo que la historia e ir viendo como se superponen culturas, estilos, economías, sociedades y revoluciones en un mosaico que puede definirse como equilibrado y brillante.

A muchos amigos les parece que Barcelona está petada de gente y que ya no quedan en esta ciudad lugares por donde pasear o salir a cenar sin sentir en el cogote el aliente del turismo. Y a otros les parece insoportable que a cualquier sitio que vayas te hablen siempre en catalán, antes de saber si eres gallego, turco o alemán. Pero yo tampoco tengo ese problema y jamás he sentido la más mínima desconsideración por el hecho de que hablen entre ellos un catalán que yo no hablo en la intimidad, pero que pillo lo suficiente para no sentirme aislado durante cualquier conversación. Y también sé -aunque esto es un secreto- que la preciosa iglesia de Santa María del Mar suele estar silenciosa y recogida y que en su entorno hay buenos lugares para almorzar a la catalana y para degustar muy buen café antes de regresar, para cenar, al paseo de Gracia, una de las modernas arterias más hermosas del mundo.

Pero no dejé de ir, como ya dije, a dos mítines independentistas, uno de Esquerra Republicana y el otro de Junts per Catalunya. Y tuve la extraña sensación de que entre el mundo que se ve y se vive fuera y el que se narra y se sufre dentro no hay, apenas, ninguna coincidencia. Toda la política catalana, especialmente la independentista, gira en torno a un conflicto totalmente fabulado que la gente vive con una pasión a veces muy intensa, que recuerda la tensión que se vive en los teatros del Eixample, en las óperas del Liceo o en los encuentros del Camp Nou. La pasión es real e intensa, pero no está conectada con los problemas y el ambiente de las calles. Y cuando termina el mitin y la gente vuelve a la realidad, hay que recorrer la misma distancia que cuando acabamos de ver La Guerra de las Galaxias y nos vamos a la parada más cercana a esperar el autobús.

La política catalana es un enorme problema, pero apenas tiene problemas concretos. Gira sobre sí misma como un torbellino de difícil solución, porque apenas necesitan nada de lo que se les puede dar y porque casi todo lo exigen es utópico, extemporáneo, de alto riego, o un puro disparate. Por eso les resumo esta crónica en trece palabras: Cataluña bien; su política un desastre; y Barcelona hermosa y alegre como siempre.