Belenes polémicos y pujas por mujeres, hablemos de tradiciones

OPINIÓN

30 dic 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

A pesar de la tensión separatista, en Barcelona quedó algo de tiempo para visitar el Belén de la plaza de S. Jaume, con figuras en dos dimensiones colocadas cada una en lo alto de un palo y con una disposición poco convencional. No tardó en rugir una parte de la población por el quebranto de la tradición navideña. En Madrid hubo su polémica también por el Belén de la Puerta de Alcalá, en este caso por no estar. El año pasado no habían gustado las ropas de Sus Majestades y en el Puente de Vallecas los Reyes Magos habían sido Reinas Magas. Por estas fechas también, en un pueblo de Granada los vecinos se disputarán a las mujeres del pueblo mediante una puja. Se hace por lo mismo por lo que prende la indignación en una parte de Madrid y Barcelona: por la tradición. Claro que pujar por mujeres y hacer Belenes no es lo mismo.

¿O sí? Difícil de ver el lado oscuro es, dice el maestro Yoda. En la vida pública hay mecanismos útiles y además inevitables que, según en qué dosis, pueden ser dañinos. Y, como advierte Yoda, no siempre es fácil ver el punto en el que dejan de ser virtuosos y empiezan a ser un problema. Podemos aprovechar que estamos en Navidad y hay lío de Belenes para hablar del ejemplo de las tradiciones. Las tradiciones son inevitables y útiles, pero las sustentan mecanismos emocionales y por eso son potencialmente caballos de Troya portadores de mercancía en mal estado. Las tradiciones son manifestaciones colectivas cuya curiosa característica esencial es la de no servir para nada y la de no saber por qué se hace lo que se hace. No diríamos que es una tradición la de pagar después de comer en los restaurantes o la de detener los coches cuando el semáforo está en rojo, porque sabemos por qué hacemos esas cosas. Tampoco diríamos que es una tradición bajar la basura por las noches, porque es una conducta compartida que tiene una utilidad conocida. Pero si nos preguntan por qué bebemos la sidra todos del mismo vaso, diríamos que por tradición, es decir, que no tenemos ni idea y que además no tiene ninguna utilidad hacerlo así. Por eso no es una conducta movida por mecanismos racionales. Nos gustan las tradiciones por lo mismo que los niños disfrutan de la repetición interminable del mismo cuento o la misma pantomima. Nos gusta que haya cosas que se repitan para que le mundo tenga forma. Además las tradiciones nos hacen sentir parte de un grupo y mejoran por ello su cohesión. Y muchas de ellas, como la Navidad en que nos columpiamos, son cíclicas. Tenemos sentidos que captan el espacio, vemos el espacio con nuestros ojos y notamos la extensión de los cuerpos con nuestro tacto. Pero no hay ningún sentido que sienta el tiempo. Sabemos que está ahí, pero no es la sensación directa de ningún órgano. Tenemos que darle forma y ritmo con símbolos y metáforas, porque si no nos daría una especie de agorafobia. Las tradiciones cíclicas, como los cumpleaños o los carnavales, nos hacen sentir el tacto del tiempo. Las tradiciones nos hacen sentir bien y nos acercan a los más próximos. Simplemente son inevitables y participan en nuestra eficacia de grupo.

A la gente le irrita que se alteren las tradiciones. Les irrita porque su esencia es la repetición y alterarlas ofende porque parece un menoscabo del grupo al que identifica. Ofende hasta que digan «sidriña» en discursos condescendientes y descuidados. Como digo, las tradiciones engrasan la convivencia y sostienen la memoria colectiva y es natural que la gente las aprecie. Pero no debemos olvidar que son conductas solidificadas que se mantienen por generaciones y que llevan en sí materiales de otros tiempos, para bien y para mal. Cuanto más tradicional sea una manifestación colectiva, más amnésica es, más olvidado está ya su sentido original. Yo percibo la Navidad en su conjunto, sin entrar en el detalle de Belenes o misas de Gallo, como una tradición y, en la medida en que esto sea cierto, como algo que no se vive ya de manera religiosa. Comer turrón justo por estas fechas, juntar la familia en una noche concreta o hacerse regalos en un día señalado no son cosas que se hagan como parte de un culto religioso. El origen es católico y antes de católico era otra cosa, pero la manifestación colectiva actual está desvinculada de ese origen y por eso es adecuado decir que la Navidad, en conjunto, es una tradición. Probablemente, si Carmena o Ada Colau hubieran mantenido los Belenes con el aspecto habitual, no podrían ser acusadas de confesionalidad en la gestión pública. Aunque a ello volveremos enseguida.

Lo cierto es que las tradiciones, por su inmovilismo y su repetición, llevan dentro mercancías de hace mucho tiempo y muchas veces esas mercancías, ya caducadas y en descomposición, alimentan credos y posiciones políticas de la peor forma en que se puede hacer: ligadas a emociones espurias y no a la racionalidad. Así como el bulto gordo del barullo navideño es una tradición ya desvinculada del catolicismo, la tradición por la que el Día de Asturias junta en misa al Arzobispo y al Presidente del Principado no tiene esa vaciedad de contenido característica de las tradiciones. Ahí, con la tradición, viaja un papel de la Iglesia en la vida pública impropia de una democracia. La ofrenda al apóstol Santiago, con la clase política prosternada ante el Arzobispo de turno, es también una tradición que vierte contenidos teocráticos de otros tiempos en una sociedad que ya no debería recibirlos. Qué recuerdos aquellos de cuando el Arzobispo era Rouco Varela y echaba sus arengas ultraderechistas a la cara de los poderes públicos democráticamente elegidos. La Iglesia, por el poder histórico que tuvo y se le concede en España, está presente en muchas tradiciones y muchas de ellas destilan una confesionalidad fuera de lugar. Por supuesto, la manera de defender esa presencia espuria en una sociedad democrática es la emocional: la de apelar a la tradición, sabedores de lo que irrita que se alteren esas costumbres que se basan en la repetición; y no la racional, porque no hay argumento posible. No hace falta recordar las barbaridades que se hacen a animales por tradición, las exclusiones «tradicionales» de mujeres a ciertos festejos o la propia puja para llevarse al baile a la hembra apetecida (entiéndase esta expresión torpe como un caso de polifonía textual). Todos cantamos alguna vez la de El mío Xuan miróme, pero por mucho que cueste modificar estas conductas petrificadas, hay que entender que repetir la historia de un holgazán que «acaricia» a su mujer con un palo es deslizar en nuestras juergas ecos de épocas más burdas que supuran en dosis invisibles un tipo de barbarie que sigue entre nosotros.

¿Qué hacemos en concreto con los Belenes municipales? ¿Son ya tan tradición como la Navidad en su conjunto y podemos considerar que el hilo católico es ya muy tenue e inofensivo? ¿O es la parte de la Navidad con la que la Iglesia mantiene una presencia en la vida pública que no le corresponde? ¿O es la parte de la Navidad donde la Iglesia mantiene una presencia a la que sí tiene derecho? Como dije antes, las tradiciones, queridas e inevitables, son muchas veces portadoras de mercancía ideológica en mal estado y no es fácil distinguir el punto en que se pasa del lado virtuoso al dañino. En este caso, a diferencia de las presuntas tradiciones que juntan a políticos y arzobispos en actos religiosos, creo que estamos ante un toro manso no demasiado importante. Pero hay que ser comprensivos con la suspicacia hacia cualquier elemento emocional que incida en la vida pública. Por poner otro ejemplo, es bueno recurrir a famosos para que digan no al racismo, por la pulsión emocional que generan. Pero un día a Xabi le da por hablarnos de la felicidad fuera de la democracia o Mario Vaquerizo nos ilustra con que el abuso sexual se produce porque las chicas son gilipollas y siguen el rollo. Sobre el momento en que la nación, la religión, las tradiciones o reír las gracias a los famosos deja de ser oxígeno y se hace colesterol en las arterias de la convivencia, conviene hacer caso a Yoda. Difícil de ver el lado oscuro es.