Costumbres petrificadas y derechos líquidos

OPINIÓN

06 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Si nos acercamos a un gato por detrás y le arrojamos delante un pescado, su reacción es diferente de la de un humano al que le hagamos lo mismo tirándole delante un fajo de dinero. Lo primero que hace el gato es ir hacia delante hacia el pescado. Lo primero que hace el humano es mirar hacia atrás, a ver de dónde salió ese fajo de billetes. Está en nuestra naturaleza el razonamiento causal. Cuando hay una anomalía, nuestra mente quiere restituir la normalidad comprendiendo la causa. Es la base de la racionalidad. Sabemos que el tiempo no tiene marcha atrás y sabemos también que las causas van antes que los efectos. Sentimos una relación entre la racionalidad y la secuencialidad temporal. Por eso, cuando metemos el tiempo en nuestras afirmaciones, parece que estamos razonando y que nuestras opiniones no son opiniones sino expresión de lo inevitable. Antes de Navidades, Joaquín Estefanía reproducía estas palabras de Aznar: «[…] hay algo incuestionable: el Estado de Bienestar es incompatible con la sociedad actual. Tenemos que tenerlo muy claro: el Estado de Bienestar se ha hundido sólo por su propia ineficiencia y anacronismo». Si Aznar dijera en un chigre que el Estado de Bienestar es un asco y lo hiciera dando voces con una mano en la entrepierna, se notaría a la legua que no estaba razonando, sino voceando dogmas brutos. Pero si dice lo mismo poniéndose y quitándose las gafas y deslizando expresiones como «actual», «anacronismo» o cualquier otra que aluda al paso del tiempo, parece que está razonando y que lo que dice es tan inevitable como la gravedad o la traslación de los planetas. En realidad, decir que el Estado de Bienestar no vale porque no va con los tiempos y decir que no vale por mis cojones tienen el mismo rango de racionalidad, pero así son las intuiciones que tenemos del tiempo.

En Navidad se hace especialmente notable el contraste entre dos discursos contradictorios que salen de las mismas bocas. Son esas bocas que nos dicen para según qué asuntos que las cosas no pueden cambiar, porque el cambio es desintegración y caos, y que las cosas (como el Estado del Bienestar) no pueden seguir igual, porque mantenerlas nos lleva a la desintegración y al caos. La Navidad es uno de esos momentos en que esas bocas quieren petrificar nuestras costumbres en su origen religioso, a nosotros en nuestras costumbres y a nuestras vidas en los ritos religiosos que están en el origen de nuestras costumbres. La derecha es siempre muy celosa de todas las tradiciones en las que sea rescatable algún cordón umbilical por el que se puedan bombear valores desde el pasado, desde tiempos en que la sociedad era más clasista, más desigual, más jerárquica y más autoritaria. La religión tiene un papel especialmente relevante, porque es el fenómeno asociado a más tradiciones colectivas y la Iglesia es un difusor garantizado y permanente de valores conservadores. Los toros tienen un lugar más modesto, pero el resorte es el mismo. Es un espectáculo en el que se superponen la polémica del maltrato animal con los valores que el franquismo asoció con él y que la derecha más cutre quiere mantener en el aire que respiramos. Pero, como digo, en estas fechas tan saturadas de tradición se hace más intenso este intento de revivir lo momificado. El caso de las cabalgatas llama la atención por su doble hipocresía. En realidad la Navidad es una tradición que se deja modificar por el mercado sin grandes alharacas. Aquellos solitarios dos turrones, el duro y el blando, hace tiempo que quedaron convertidos en los escaparates en una sinfonía de colores y variedades cada año más atrevidas. En Nochebuena nos limitábamos a la cuchipanda familiar y había que aguantar los nervios hasta el lejano día 6 para ver un regalo. Nadie se rasgó las vestiduras por la irrupción de Papá Noel, como una venganza de Napoleón por lo del 2 de mayo. La llegada de sus Majestades, por lo que tiene de tumultuoso y nervioso, fue siempre un trance muy dado a ocurrencias e improvisaciones. No hace tanto que llegaron a Gijón en helicóptero, rompiendo todos los relatos sobre camellos y orientes lejanos. En Madrid hace tiempo que hay carrozas patrocinadas por El Corte Inglés y similares. Este año va a haber Dj y todo.

Pero la cuestión no es la tradición, sino los valores y la cutrez política. En nombre de lo segundo se utiliza este jolgorio para hacer populismo torpón contra Carmena. En nombre de lo primero, se clama al cielo porque una de las muchas cabalgatas de la capital lleva una carroza que alude a transexuales, es decir, que normaliza a gente normal. Como digo, de valores se trata. En la parte de las tradiciones donde se pueda rascar el fósil de costumbres antiguas que anclen el presente en esos valores ultracatólicos asociados a valores políticos ultraconservadores, ahí es donde la derecha clama por la emoción y la identidad y por que las costumbres sean una especie de calambre en la conducta colectiva.

Sin embargo, esas mismas bocas se esfuerzan en explicarnos que las cosas que creemos intocables y esenciales en nuestra convivencia son las que sí hay que cambiar. Aquí el cambio se llama adaptación y dinamismo, aquí donde los cambios sí son demolición. Nos referimos a ese Estado del Bienestar que tanto ofende a Aznar y tan indigesto resulta en nuestras sociedades. El Estado de Bienestar es esa sociedad desigual pero en la que todo el mundo tiene derecho a unos mínimos de la riqueza nacional y, de acuerdo con la prosperidad del país, el trabajo le da para algo más que la mera subsistencia. La negación del Estado del Bienestar consiste en desproteger a la población y hacer muy desigual el acceso a los servicios de educación, sanidad, justicia, vivienda, energía o dependencia. Así dicho suena bruto y por eso no se dice así. Para eso, como decía, se introduce la secuencia del tiempo y con ella dos sensaciones falsas, pero que parecen verdad, dos de las sensaciones que acompañan nuestra percepción del tiempo: que es inevitable y que es racional. Se dice que países que tienen un PIB mayor que hace unos años «ya no» pueden sostener ese tipo de sociedad. Si dice que «la tendencia» es a aligerar cargas al Estado. Hablan de la sanidad gratuita como algo «anacrónico» y del «pasado», exactamente los mismos que quieren petrificar el pasado en nuestras costumbres, nuestros estereotipos y nuestros prejuicios. Los que quieren hacer sólido e intocable el pasado y que el presente no pueda ni respirar en las carrozas de una cabalgata quieren que los derechos de todos sean líquidos y se nos puedan escurrir entre los dedos sin darnos cuenta.

Las mismas bocas vienen exagerando la novedad de las cosas nuevas y los cambios de las cosas que cambian. Cuando se introduce la idea de que todo cambia mucho y muy deprisa, casi siempre se pretende justificar el principio de que está justificado hacer cualquier cosa. Para qué si no, se nos viene poniendo en cuestión nuestro sistema educativo y la formación de nuestros jóvenes, tan bien apreciada fuera de España según se puede ver. La alarma educativa nos lleva a ese estado mental que justifica que se haga cualquier cosa, como la LOMCE. Ahora se rodean de magia y misterio esas «nuevas formas» de intoxicación y propaganda (otra vez la secuencia temporal). La conclusión es que hay «adaptarse» a estas nuevas amenazas y repensar la libertad de expresión para estos tiempos tan nuevos. Igual que las «nuevas» amenazas terroristas obligan a pactos que «modifican» nuestro sistema de libertades. Igual que la igualdad y protección, las libertades empiezan a ser un anacronismo que no encaja en estos tiempos. Sólo los valores pasados ultracatólicos o de nacionalismo casposo que se puedan rastrear congelados en las tradiciones actuales son intocables y sólo Carmena consintiendo su alteración amenaza nuestro ser colectivo. La Navidad, con tanta tradición y costumbres, es un yacimiento para pescar rigideces y cantar prejuicios y dogmas. Por eso, este lenguaje contradictorio empeñado en hacer permanente lo sectario y contingente lo justo alcanza su máxima grosería en estas fechas. Demos a unas palabras la poca importancia que tienen y no descuidemos la trascendencia que sí tienen las otras.