Sin afrontar las causas no se solucionarán los problemas

OPINIÓN

23 ene 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Una de las características de la política en este naciente siglo XXI es la superficialidad. En parte se debe a las nuevas tecnologías, a que las tradicionales conversaciones de café o de barra de bar se vierten por escrito y cobran una aparente importancia, algo que podría ser irrelevante si no influyera en los políticos, cada vez más banales, y en un sector, difícil de medir, de la opinión pública. No se me entienda mal, Internet ha salvado la libertad de expresión y la pluralidad de la información en un mundo en el que los grandes medios de comunicación están en manos de poderosos empresarios, que los utilizan para favorecer sus intereses. Los periódicos digitales son hoy una de las mayores garantías de la democracia. Otra cosa son las redes sociales y muchas páginas web desde las que tanto babayu propaga sus ocurrencias, que pueden resultar graciosas en un chigre, pero se convierten en dañinas si cobran apariencia de rigor y encuentran una difusión inmerecida.

También se degrada a causa de la inflación la profesión de columnista. Supongo que habrá quien me incluya entre los pecadores, pero lo cierto es que la multiplicación de opinadores, nunca hubo tantos incluso en los medios impresos, disminuye inevitablemente la calidad de las opiniones. El fenómeno se agrava a causa del control que los propietarios de los medios y sus acreedores y anunciantes ejercen sobre quienes informan y opinan. No es una época cómoda para la profesión de periodista, a pesar de que nunca tuvieron tantas fuentes de información y tantas posibilidades de conocer con rapidez los acontecimientos susceptibles de convertirse en noticias.

Una derivación perversa es la tendencia a analizar la realidad confundiendo las causas con sus efectos. Sucede con fenómenos globales, como la crisis de la democracia, que también afecta a España, o con otros más locales, como el conflicto catalán. En una mezcla de superficialidad y propaganda intencionada, se atribuyen al espantajo del populismo. Un cajón de sastre en el que se incluye a movimientos políticos muy distintos, nacidos en situaciones diferentes. Lo que es casi peor, se hace en una época en la que, salvo contadísimas excepciones, toda la acción política es populista.

Donald Trump llegó al poder, a pesar de haber obtenido tres millones menos de votos que Hillary Clinton, gracias a un sistema electoral anacrónico y difícil de cambiar porque los estados despoblados del interior pueden bloquear una reforma constitucional que les privaría del privilegio de tener mayor peso del que les corresponde en la elección del presidente. Lo que sí ganó fueron las primarias del partido Republicano. En ello influyó que fuese conocido por su participación en un reality show y también su utilización de las redes sociales, pero sobre todo el descontento de buena parte de la población por las consecuencias de la crisis económica y de la globalización de la economía y la desconfianza hacia los políticos tradicionales, a la vez corruptos y pertenecientes a una élite alejada de los ciudadanos. A muchas elecciones se presentan showmans y personajes excéntricos y lo habitual es que no las ganen. El propio Trump se creía perdedor ¿por qué esta vez llegó a presidente? No creo que Twitter y Russia Today sean la causa.

 En España, desde la derecha se atribuyen todos los males al «populismo» izquierdista y «antisistema» de Podemos y desde la izquierda al «régimen del 78». Me temo que ambos análisis se quedan en la superficie. La crisis política se deriva en de la combinación de los durísimos efectos de la económica con la corrupción de los partidos que se habían alternado en el poder desde 1982. Sufrían un desgaste debido a su enquistamiento como organizaciones cerradas y endogámicas, que había provocado un proceso de selección negativa de dirigentes, pero, hasta 2008, se los soportaba como un mal menor previsible que, al menos, garantizaba el crecimiento económico y un razonable estado del bienestar, aunque existieran disfunciones y desigualdades. La imprevisión y los engaños de Zapatero hundieron al PSOE en 2010. Todos los partidos que estaban en el gobierno cuando estalló la crisis lo pagaron, especialmente los de izquierda, incapaces de desarrollar una política distinta de la neoliberal, pero el descrédito del PSOE se agravó por su errónea gestión entre 2008 y 2010. Todavía no ha logrado recuperarse. La corrupción y la falta de democracia interna desacreditaron al PP, que solo logró mantenerse en el poder, muy debilitado, gracias a que consiguió dar una cierta sensación de seguridad a una ciudadanía aterrorizada por un posible recrudecimiento de la crisis.

Era lógico que surgiesen partidos nuevos, también que se pusiese en primer plano la necesidad de reformar el sistema político para corregir sus defectos y, sobre todo, dificultar que en el futuro se reprodujesen casos generalizados de corrupción, pero la Constitución no era la causa de todos los males. Una reforma de la Constitución, o un proceso constituyente, no es el bálsamo de fierabrás. Que el texto constitucional prohíba el déficit no lo elimina, que diga que todos tenemos derecho al trabajo no acaba con el paro. Una Constitución que no garantice debidamente las libertades, los derechos individuales y la separación de poderes y una ley electoral que prime excesivamente a la minoría más votada sí constituyen una combinación extremadamente peligrosa, Turquía, Rusia, Hungría o Polonia lo demuestran, pero no es el caso de España.

Es necesario reformar la Constitución para reforzar la independencia judicial, garantizar la de la fiscalía, mejorar el sistema de elección del Tribunal Constitucional y consolidar un estado auténticamente federal. También tiene que modificarse la ley electoral para que los resultados reflejen mejor la voluntad de los votantes. Debe hacerse, pero no acabará con la corrupción, ni con el conflicto catalán, aunque contribuya a la mejora de los dos problemas, tampoco convertirá a los españoles en justos y benéficos. Otra cosa es que esas reformas, sobre todo la constitucional, tengan necesariamente que esperar a que mejore el clima político.

Importante hubiera sido un cambio en el gobierno en 2015. Es insano que los implicados o, al menos, responsables políticos, incluso cómplices de la corrupción hayan seguido gobernando. La inmadurez de los nuevos partidos y la crisis del PSOE lo hicieron posible, también la peculiar organización interna del PP, pero no se recobrará la confianza en el sistema y no se producirá una verdadera regeneración mientras eso no suceda.

Cambiar los partidos, no solo de partidos, es también imprescindible. Por el bien de la democracia, sería bueno que los nuevos evitasen imitar a los antiguos y que estos hicieran un esfuerzo por reinventarse. Quizá el mayor reproche que se le puede hacer a Podemos es que se haya acercado tan rápidamente al funcionamiento de los tradicionales. Sus principales activos, la participación desde los círculos y la pluralidad, parecen haberse perdido. Lo errático de sus posiciones políticas, la marginación de líderes capaces, como Íñigo Errejón o Irene Montero, con posiciones distintas, pero ambas necesarias, han contribuido a su pérdida de apoyo social y han permitido que sea el nuevo centroderecha de Ciudadanos el que se convierta en alternativa.

Sigo pensando que los nuevos partidos han llegado para quedarse, pero que el mapa político seguirá siendo plural. Parece que nos acercamos al modelo portugués, aunque aquí más a cuatro que a cinco. En la derecha de forma clara, con el partido más centrista, también naranja, en cabeza. En la izquierda con un partido socialista más débil que el luso y con menos división a su izquierda. En cualquier caso, todos deberán convencerse de que tendrán que pactar. Una nueva legislatura como esta solo serviría para agravar la frustración de la ciudadanía y conflictos como el de Cataluña.