«¡Heil Hitler!». Son los últimos días de 2017 y el reloj marca las once de la noche en un bar frecuentado por estudiantes (muchos internacionales) de una de las escuelas de negocios más prestigiosas de Madrid. Acaban de entrar dos jóvenes elegantes y bien parecidos, como sacados de cualquier serie juvenil de moda. Están completamente ebrios y gritan sin aspavientos el saludo nazi por antonomasia. «¡Heil Hitler!», otra vez. Y otra vez más. La escasa clientela está incómoda y nerviosa. «¡Heil Hitler!, ¡Sieg Heil! Coño», resuena en el bar, aún más fuerte que la rumbita del lugar. «¡Ponme otra y apúntala a mi cuenta!», espeta arrogante uno de los estruendosos jóvenes españoles reivindicativos del tercer reich. El encargado se niega y lo invita cordialmente a salir. Desobedientes, los admiradores del führer bloquean la entrada y se niegan a irse hasta que los ahí presentes se tomen una copa con ellos. El resto pretende ignorarlos, pero les resulta imposible, ya que después de otro «¡Heil Hitler!» ambos pierden la verticalidad y se derrumban entre sonoras carcajadas. «Ya es tarde y habéis bebido demasiado, iros a casa», insiste el encargado, con la amabilidad pendiendo de un hilo. La escena se repite y por fin deciden salir, no sin antes rematar con un «¡Viva España y viva Dios! -con beso incluido al crucifijo colgante-», dirigido a la clientela foránea. Pero afuera continúan con los gritos. «Ya les habían echado del bar de la esquina», alguien comenta. Mientras tanto, un chileno y un francés -atónitos- sólo miran y han dejado de beber. Ninguna caña se ha tirado y ninguna copa se ha servido desde el primer «¡Heil Hitler!» hace casi media hora. Finalmente, seis policías llegan y ponen fin a esa escena digna de «Rebeldes del swing» (filme de 1993, coprotagonizado por Christian Bale), y, como si nada hubiese pasado, sale una ronda de cañas, los hielos humean con las caricias de la ginebra, y la rumbita suena de nuevo.
Eso sucedió hace no mucho y no muy lejos. Fue en un bar de Madrid a finales del año pasado. Ese microepisodio de los ecos de la Guerra Civil ocurrió a menos de treinta días de que la capital española acogiese a la exposición itinerante (que por primera vez sale de Polonia) «Auschwitz. No hace mucho. No muy lejos»: una muestra que inicia con el zapato rojo de una mujer, de quien sólo se sabe que fue enviada a morir a ese campo de exterminio bajo las órdenes de alguien que seguramente también gritaba con fruición «¡Heil Hitler!». Y como ella un millón cien mil más (del millón trescientos mil que allí llegaron sin saber a dónde iban).
El Holocausto, para muchos, no es más que un episodio histórico. Pero para Luis Ferreiro, director de esa exposición (en Madrid), no es así. Él recogió los testimonios de algunos sobrevivientes de aquella injustificable barbarie, y quedó impresionado de que muchos de ellos encuentren paralelismos entre el preámbulo de la Segunda Guerra Mundial y la actualidad. Por el odio que se respira. Porque, al igual que antes, el silencio sigue siendo cómplice. Porque parece que estamos repitiendo la misma historia: esa que nos han invitado tantas veces a no olvidar.
--¿Cuál es la esencia de Auschwitz, Luis?-
--Hace un par de años, durante la primavera, paseábamos cerca de los crematorios con el director de ese museo y nos mostró un reflejo blanco en el césped. Nosotros pensamos que se trataba algún tipo de vegetación, pero no era así. Eran fragmentos óseos y dientes de quienes habían sido exterminados, cremados y enterrados en las fosas cuando los nazis ya no daban abasto en los crematorios. Pero ahora la tierra los 'devolvía'. Se trataba de los restos de personas que fueron borradas de la historia, de las que sólo había quedado un zapato o unas gafas, pero que ahora regresaban en forma de 'grito mudo' como una advertencia de lo que el hombre es capaz de hacer.
La mayoría de las historias en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau comenzaron con un «¡Heil Hitler!». Todas se cuentan solas. Y muchas lo hacen en silencio, como cada uno de esos dientes que, cuando llega la primavera, nacen queriendo ser una flor.
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