Cuando el Ebro se desborda

Xosé Luis Barreiro Rivas
Xosé Luis Barreiro Rivas A TORRE VIXÍA

OPINIÓN

01 feb 2018 . Actualizado a las 07:46 h.

Cuando empieza el deshielo, y el Ebro empieza a crecer, hay mucha gente que apuesta por el caos. No quieren el caos, obviamente, pero creen que la naturaleza es irrefrenable, y que un día, antes o después, desbordará las motas, socavará la basílica del Pilar, y aterrará el delta, y que, lo que hoy funciona casi como las crecidas del Nilo, solo será como el Duero a su paso por Soria: un río barrancoso, apto para poetas, que canta, entre «cárdenas roquedas», «su eterna estrofa de agua».

Cuando tal cosa sucede, las televisiones van contando la subida, centímetro a centímetro, con enorme dramatismo. Los reporteros de Zaragoza nos dicen cuántos metros cúbicos por segundo sumergen en el barro los tajamares del puente de Piedra. Los pescadores y agricultores nos hablan de que las marismas de Tortosa se quedan sin sal y sin oxígeno. E incluso yo, que soy valiente, regresé al Pilar, un día de marzo, sin llegar al pozo de San Lázaro, por temor a que el puente tembloroso hiciese ruina con su único transeúnte. Por eso hay tanta gente que apuesta cada año por el triunfo de la crecida, y porque ese invierno marcará un antes y un después en la estructura hidrológica de España.

Pero el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, desde que yo lo conozco, solo apuesta a que el agua baja y la tierra se queda, a que los puentes están hechos para aguantar, y a que las subidas de las mareas siempre reponen los deltas. Y apuesta así porque cree que «es lo natural y lo lógico», porque «apostar por el caos no tiene sentido», y porque las aguas tienen escrito en su ADN el moverse, cuesta abajo, hacia los cauces profundos. Rajoy sabe que, como decía el poeta, «el puente siempre se queda y el agua siempre se va». Y por eso gana sus partidas como, al parecer, las ganan los árabes: «Esperando, sentado, a que pase el cadáver de su enemigo». Y en esas anda estos días el presidente, viendo bajar las aguas de Cataluña, aboyar otra vez las tierras y los cultivos, reponerse los deltas, y reaparecer, sobre aguas cristalinas, los tajamares del puente. Porque los ciclos de la naturaleza y la vida son así, y el que apuesta por lo contrario, siempre pierde. Un día, es cierto, ganará el Ebro. Pero ese día coincidirá con el Juicio Final, y a nadie le importará que Zaragoza se quede entonces sin su puente.

También es verdad que los ríos suben de golpe y lentamente se retiran. Pero Carles Puigdemont -el río de mi historia- ya sabe y dice que la crecida no da para más, que lo han sacrificado «tal como sugería Joan Tardá», que todo «ha caducado», y que «el plan de Moncloa triunfa». Pero las cosas no suceden así, amigo Puigdemont, porque Mariano Rajoy presida un Gobierno insensible y abusón, sino porque, mientras tú apuestas por la subida imparable del agua, él puesta por la ley de la gravedad. Por eso te dedico, con nostalgia, los versos que escribió el andaluz Benítez Carrasco: «¡Qué mansa pena me da, / el puente siempre se queda y el agua siempre se va».