Política, símbolos y simulacros

OPINIÓN

13 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Vivimos en una cultura del símbolo político, en la que es necesario suplir la ausencia de sustancia alternativa con una sobredosis de formas, colores y retórica. La paradoja reside en que, por mucho que se presenten como irreconciliables o se haga de la diferencia casi una religión, las distancias que separan a las opciones en la contienda democrática no son tan significativas cuando se trata del modelo de organización social y, sobre todo, de la distribución del poder económico. Habrá quien diga que esto es lo propio de una sociedad relativamente estable y moderna, aunque, como reverso, los problemas e iniquidades más lacerantes se acallen. La conversión de la política en un espectáculo, donde manda la producción continua de contenidos a caballo entre el entretenimiento y el adoctrinamiento, hace necesario, en suma, recurrir a la teatralización para mantener el interés periódico del público, aparentemente cómodo en la posición de consumidor.

En ocasiones, al gesto político se llega de manera efectista pero sincera y la conexión con el destinatario convierte el momento en memorable: Mitterrand y Kohl cogidos de la mano en Verdún (1984), representando la voluntad de conjurar la guerra europea para siempre; Obama marchando con los veteranos de la lucha por los derechos civiles en el puente de Selma (2015); o, en un contexto muy diferente y en absoluto buscado, Santiago Carrillo y Adolfo Suárez aguantando el tipo sentados mientras los guardias civiles agujereaban el techo del Congreso de los Diputados el 23-F (1981). En el ámbito ajeno a la escena partidaria, el gesto humano transformado en un manifiesto lo convierte en histórico y transformador, y precisamente 1968 es un año emblemático por su prolífica cosecha en el género: Beate Klarsfeld abofeteando al ex nazi Kurt-Georg Kiesinger en el Congreso de la CDU; Cohn-Bendit desafiando burlón a un gendarme a la puerta de la Sorbona; o Tommie Smith y Johan Carlos con el puño envuelto en guante negro en el podio de los 200 metros de las Olimpiadas de México.

Pero, cuando, se trata de un producto elaborado, artificioso, que cae en el sentimentalismo, que pierde la excepcionalidad y del que se hace abuso, del pretendido gesto se pasa al esperpento, cuando no al ridículo, y se transmite sobre todo el afán vacuo de notoriedad, la impostura y la carencia de alternativas dialécticas y razonamientos que oponer en el debate. En el siguiente peldaño de la escala se encuentra, peor aún, la conversión de la actividad política en un mero juego, a despecho del efecto pernicioso que determinada forma de comportarse trae para el interés común. En la fiebre autorreferencial, al representante público instalado en la gestualidad y la simbología lo que importa es gustarse y gustar (en redes sociales), a un nivel no muy distinto del de la búsqueda de la popularidad adolescente, sin importar si la responsabilidad que tiene conferida le exigiría pensar las consecuencias de sus actos para la convivencia social y para la consistencia de las instituciones en las que se integra.

La política española lleva los últimos años enfrascada en una carrera de simbología y dramatización que está cerca de superar el nivel de tolerancia del espectador, al que ya no le coge por sorpresa casi nada. El paso siguiente, si no recapacitamos, será ver a los líderes políticos, en los mítines, enfundados en el chándal o la camiseta de la selección nacional (al modo de ciertos líderes sudamericanos), recurriendo sin reparos al insulto directo y a la criminalización sistemática al adversario, o simplemente invocando sin tapujos los jugos gástricos como motor del proceder político. El monopolio de la cuestión territorial catalana en el debate público, no ayuda en absoluto, y permite retozar sin fin en el símbolo y cubrirse con él de arriba a abajo. Los políticos catalanes van a la cabeza especialmente en la innovación simbólica, y la espiral no se frena, vista la grotesca escena de los diputados de la CUP puño en alto en el salón de plenos vacío del Parlament (protestando en vano contra la suspensión de la sesión de investidura) o el desprecio a sus propias instituciones que significa el planteamiento independentista de una Presidencia de la Generalitat emblemática y «legítima» desde el exilio bruselense, llevando el simulacro hasta los últimos extremos. El show debe continuar y la representación es el fin en sí mismo, aunque las consecuencias sean gravísimas para todos.