El pregón blasfemo y el auto de fe

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

20 feb 2018 . Actualizado a las 08:39 h.

El arte es transgresión: no se concibe un acto de creación sin quebrantar cánones, criterios establecidos o costumbres. Y eso siempre molesta u ofende a los ortodoxos. ¿La blasfemia es arte? Depende. Generalmente no, porque se reduce a frases manidas que han perdido todo su carácter transgresor para convertirse en simples expresiones soeces. Nada crea el vecino que, al pillarse los dedos en la puerta, suelta la recurrente y escatológica blasfemia de cuatro palabras que ustedes tienen en mente (y así me ahorro de reproducirla). Pero diré también que hay quien jura con arte, como aquel tío de Alonso Montero que era un auténtico filólogo de aldea, y conviene aprovechar esos talentos ahora que la blasfemia ya no figura en el Código Penal. Y diré asimismo que existen obras de arte blasfemas que hoy, pasado el tiempo, admira el propio arzobispo.

¿Y esto qué tiene que ver con el polémico pregón de Entroido que ha revolucionado Santiago y Zaragoza? Tal vez nada, porque yo no estaba allí, hablo de oídas y de escritas, y no sé si el monólogo de Carlos Santiago tuvo algún valor artístico o simplemente consistió en un ristra de obscenidades gratuitas. Si dijo lo que dicen que dijo, el humorista no cumplió ninguno de los tres objetivos que Cicerón le exigía a un discurso: docere, movere e delectare. Instruir, conmover y deleitar. Y aún entendería menos que su público lo pasase bien con esa sarta de procacidades. Si la cosa fue como la cuentan, me parece de mal gusto y sin pizca de gracia.

Ahora bien, tampoco tengo duda de que Carlos Santiago está amparado por la libertad de expresión. Ya sé que esta tiene límites, definidos por otros derechos fundamentales del mismo rango. Pero que no ha conculcado esos límites lo prueba la propia actitud de la Iglesia, que en ningún caso recurrió al artículo 525 del Código Penal -donde se establece la pena de multa para quien haga escarnio de los dogmas, creencias, ritos y ceremonias de la Iglesia- ni acudió al lugar donde los demócratas solemos resolver los conflictos entre derechos: los tribunales.

No, a mi entender hizo algo peor el arzobispo. En vez de compadecerse de la oveja descarriada, orar por el pecador y tratar de devolverlo al rebaño, monta un auto de fe para desagraviar a los santos y condenar al blasfemo. Afortunadamente ya no hay hoguera, pero impresiona contemplar todo el poder de convocatoria de la mitra compostelana concentrado sobre la cabeza de un humorista. Debo decirlo porque, si no, reviento. Lo que dicen que dijo no estará bien, como tampoco los juramentos que vaya a saber por qué les atribuyen a los carreteros, pero me asusta la imagen de una catedral rebosante de fieles para condenar al impío. Será por la desproporción entre la acción y la reacción. O porque, aficionado a la historia, la mente se distrae y se me escapa a páginas que creía superadas.

Aparte están los políticos y sus cosas -Martiño Noriega, Mariano Rajoy, Agustín Hernández en la catedral-, pero esa es otra cuestión. O tal vez, no nos engañemos, esa es la cuestión.