Revisando la pena permanente revisable

OPINIÓN

16 mar 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En España se legisla a golpe de telediario. Eso es un hecho que la doctrina criminalística ha puesto de manifiesto en más de una ocasión. Y en este sentido, no nos diferenciamos demasiado de un sistema tan poco digno de imitación como el estadounidense, donde en muchos Estados las penas de muerte se disparan cuando hay algún acontecimiento que genera especial alarma social, llámese tiroteo indiscriminado o acto terrorista.

Es humanamente comprensible que los familiares de las víctimas pidan en esos casos un endurecimiento de las penas, pero el Estado debe mantener la neutralidad jurídica y apostar por el respeto a la Constitución  y al principio de proporcionalidad para templar los ánimos. Los responsables políticos no deben sacar rédito electoral de las desgracias adoptando posturas electoralistas que no se conjugan bien con lo que dice nuestra Constitución y con la realidad de nuestra legislación penal.

Conviene advertir que esa sensación que se tiene en la calle de que nuestro Código Penal es blando no se corresponde con la realidad. Muy al contrario: contamos con una de las legislaciones criminales más severas de Europa, no sólo en cuanto a la cantidad de tipos penales previstos, sino también a los castigos de privación de libertad previstos para ellos.

Por su parte, la Constitución es clara: la privación de libertad tiene por objeto reeducar y lograr la reinserción del recluso (art. 25.2). Por ello soy de los que piensan que la pena de prisión permanente revisable es inconstitucional. La posibilidad de que un condenado pase toda su vida en la prisión no se conjuga con el carácter de reinserción de las penas constitucionalmente establecido. Pero es mi opinión jurídica. La que vale es la del Tribunal Constitucional; y en un asunto de tanta trascendencia no es comprensible que todavía no haya dictado sentencia, a pesar de que el recurso de inconstitucionalidad fue admitido a trámite en 2015. El alto Tribunal es, por tanto, uno de los principales responsables de la crispación de ánimos que produce este escabroso y complejo asunto.

Ahora bien, creo que, sin perjuicio de todo lo anterior, se están confundiendo churras con merinas. La Constitución establece expresamente que las penas privativas de libertad «estarán orientadas» a la reeducación social y a la reinserción, no que ese sea su único objetivo. En toda sanción hay siempre un componente de castigo, de represalia. De lo contrario, que alguien explique esta situación (bastante habitual en los tiempos que corren): un sujeto comete hurto para alimentar a su familia. Después encuentra trabajo y abandona toda pulsión delictiva. Pero justo en ese momento se dicta la sentencia contra el delito perpetrado en su día; sentencia condenatoria que obliga al reo a ingresar en prisión, dejando su trabajo (que tanto le costó conseguir) y abandonando a su familia a una peor fortuna. Con lo cual, lo más fácil es que, al salir de prisión, tenga que volver a delinquir. Que me digan dónde está el carácter de reinserción social de esta pena. No lo ya. Se trata de puro y simple castigo.

Aclarado lo anterior, quizás lo que los españoles no acaban (no acabamos) de comprender son los beneficios penitenciarios. En ninguna parte de la Constitución se dice que haya de reducirse el tiempo de condena por buena conducta. Sólo se dice que el preso tendrá derecho a trabajo remunerado (cosa que por otra parte no se produce en todas las prisiones), al acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad.

Que las penas hayan de servir para reeducar no quiere decir que deba recortarse la sanción por el hecho de que el preso se porte bien, estudie una carrera o desarrolle una actividad laboral en la prisión. Cuando hace todo ello, significa sólo que la pena está cumpliendo su cometido reeducador, pero la Constitución no impone por ello que haya que rebajarle la pena. Es como si a los alumnos les quitásemos de hacer exámenes sólo por portarse bien en clase.

Eso es lo difícil de entender: que una persona sea condenada a veinte años y a los nueve abandone la prisión. Porque en ese caso, ¿dónde queda la seguridad jurídica? Esta representa una garantía no sólo del preso, sino de todos los ciudadanos, incluidas las víctimas y su familia. Y resulta que cuando el Código Penal dice:

Art. 138.1. El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años

En realidad tendría que leerse:

Art. 138.1. El que matare a otro será castigado, como reo de homicidio, con la pena de prisión de diez a quince años, como mucho. Si obtiene beneficios penitenciarios, podrá ver reducida su pena hasta menos de la mitad de la condena.

Obviamente, este añadido no figura por ninguna parte. Por tanto, no podemos conocer con certeza jurídica cuál es la sanción que se impone de forma efectiva al condenado. Y todo se complica por la declaración de nulidad de la llamada doctrina Parot por parte del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Dicha doctrina suponía que los beneficios penitenciarios se restaban del total de la pena, y no del número de años máximo que puede pasarse en prisión (actualmente cuarenta). El resultado es pura aritmética: pongamos que un asesino en serie comete veinte homicidios. Por cada uno de ellos le caen al autor, digamos, diez años y, por tanto 20 homicidios entrañan un castigo de (20x10) doscientos años de prisión. En vez de restarse los beneficios de esos doscientos años (como pretendía la doctrina Parot), han de restarse del tiempo máximo que puede cumplir en prisión (es decir, cuarenta). Consecuencia: sólo le han castigado por los cuatro primeros homicidios (4x10=40). Los demás le han salido gratis. Todo un canto a los asesinatos en masa.

Ser más exigentes con la reducción de las penas ni es inconstitucional, ni inhumano. Seguramente atajaría demandas sociales que sí son inconstitucionales (como la cadena perpetua o la pena permanente revisable) y generaría mayor sensación de seguridad jurídica. No hagamos demagogia solicitando penas más severas, pero tampoco adoptemos un falso progresismo considerando que los beneficios penitenciarios tal cual están ahora mismo previstos convencen a la sociedad.