España tiene una rara enfermedad

OPINIÓN

ALBERTO LÓPEZ

22 mar 2018 . Actualizado a las 08:07 h.

En 1984, cuando el primer Gobierno socialista metió la directa en la modernización de España -reconversión industrial, reforma educativa, culminación del proceso autonómico, negociaciones con la UE, irrupción de una nueva Hacienda pilotada por Borrell, generación de las nuevas élites financieras, refuerzo de las organizaciones sindicales y empresariales, y un largo etcétera- apareció una viñeta -creo que de Mingote- en la que dos señoronas comentaban el malestar generalizado de la sociedad española. «Felipe González -decía la primera- se está quedando solo: los estudiantes no le quieren, los profesores lo detestan, los médicos van a la huelga, los obreros se echan a la calle, los comerciantes trinan, la banca y los militares exhiben su disgusto, la Iglesia lo critica con dureza y las amas de casa ven subir la cesta de la compra mientras merma su renta familiar». «Es cierto -apostillaba la segunda-, en realidad ya solo le quedan los votantes». Aquel agudo diagnóstico duró doce años más. Y ni siquiera al final, cuando el PP obtuvo su primera mayoría, quedó González huérfano de apoyos.

La moraleja es que los votantes son unos señores muy raros que, aunque en algunos momentos dan la sensación de estar dispuestos a hacer la revolución y poner el país patas arriba, pocas veces trasladan su enfado -oportunista, egoísta y con ribetes de imparable tsunami- al interior de las urnas. Porque incluso en los momentos de mayor derrotismo, cuando el populismo cree que las calles arden y todos los cambios resultan plausibles, el buen manifestante, que sabe bien lo que quiere, y mucho mejor lo que no quiere, tiene claro que «amiguiños si, pero a vaca polo que vale».

Escuchar las radios en la mañana de ayer, leer los periódicos en el café de las once, y ver los telediarios sesteando, era como vivir en una guerra total. Todo va mal. Todos son sinvergüenzas, vagos y traidores. Crímenes, robos, machismo, policías corruptos, jueces trosmas y curas pederastas convierten el «Chicago años veinte» en un paraíso terrenal. Líderes analfabetos, Gobierno paralizado, oposición dividida e inútil, y un tufo general a engañifa daban la sensación de que los cuatro jinetes del Apocalipsis estaban atando sus caballos a las puertas del Congreso. Y hasta cabía suponer que los dieciocho millones de trabajadores que vivimos aquí, habíamos abandonado nuestro trabajo para ir a las diversas manifestaciones que proponen hacer un borrón y cuenta nueva.

Pero luego, al salir a la calle, te dabas cuenta de que Mingote era un sabio, y que ya entonces había percibido que, cuando todo el mundo se abraza a la desesperación y al desorden, y cuando los timoneles se muestran ateridos en medio de la galerna, los votantes apenas se mueven, y que su fidelidad callada garantiza, como siempre, la vida y los milagros de este plácido, agradable y bastante bien ordenado país. Así lo veo, así lo deseo, y así lo espero.