Hace poco murió Sudán: el último rinoceronte blanco del norte macho que quedaba en el mundo. Es decir, como humanos (aunque a algunos discrepen que nuestras diferencias caben en el mismo grupo taxonómico) estamos siendo testigos del final de una especie. De otra más. Aún sobreviven su hija y su nieta, pero hoy ya no quedan más machos de su especie en la Tierra. Al menos, nacidos en la naturaleza.
A Sudán no lo mató su avanzada edad (45 años, 90 en el equivalente humano), ni la fuerte infección que sufría en una de sus patas, sino la ignorancia humana: el precio por sus cuernos se paga a precios desorbitados en Asia, debido a supuestas ‘propiedades’ medicinales y afrodisiacas. Su extinción la sentenció la codicia. También la deforestación y la sequía. También la miseria y el hacinamiento, producto de siglos bélicos, de explotación sin control de los recursos naturales y de atraso en la África subsahariana. Sí, la miseria, aunque la Wikipedia diga que el IDH (Índice de Desarrollo Humano) en Kenia (tierra natal de Sudán) es ‘medio’.
De este rinoceronte ha quedado su semen (extraído días antes de su muerte), para intentar reproducirlo de manera in vitro. En pocas palabras: lograr un hijo-nieto o un hijo-bisnieto de él. Pero las posibilidades son muy remotas. También se contempla que su hija o nieta sean inseminadas por la subespecie del sur. Aún así, aunque estos experimentos científicos tuviesen éxito, el desastre natural no queda redimido. Como tampoco la ciega e insaciable avaricia humana.
Por otra parte (siendo irónico), la extinción de las especies no sólo está afectando a los rinocerontes; también lo hace, aunque parezca inverosímil, a la humana. Y el suicidio demográfico que vivimos en España es un buen ejemplo de ello. No sólo por la manera en la que Alejandro Macarrón lleva tiempo explicándolo desde su Fundación Renacimiento Demográfico, sino que basta con ir a cualquier aldea o pueblo del interior y preguntar cuántos jóvenes viven ahí. El número ya no importa, lo que importa es que la mayoría de ellos ven como un fracaso el hecho de no poder vivir en una gran ciudad. Mirando la vida a través de una pantalla. Viviendo en una red social. Con ‘amigos’ y followers virtuales. Con una comunicación escrita con los pulgares. Y esa migración obsesiva y masiva, hacia el universo digital, también es un paso más hacia el fin de la vida en las ciudades. Porque, por ridículo que parezca, la gente ya no sabe salir (o estar) sin internet en las manos.
Al final, si llegamos a hacer conciencia algún día sobre el suicidio demográfico, será para replantearnos el sistema de pensiones. Ergo, por dinero. No porque nos preocupe que en las aldeas de Lugo y Orense muera mucha más gente de la que nace. Como también, en ese mismo final, tal vez lleguemos a considerar que la muerte de Sudán no sólo representa la extinción de una especie ajena a nosotros. Tal vez, cuando hayan fallado los intentos por reproducir in vitro al rinoceronte blanco del norte, nos demos cuenta de que hemos dado (de nuevo) otro paso hacia nuestra propia extinción. Que más temprano que tarde nos quedaremos con nosotros mismos, como si hubiésemos siempre sido los únicos hijos del Sol.
Comentarios