Semana Santa en España

OPINIÓN

01 mar 2018 . Actualizado a las 05:05 h.

Cuando era chaval, estaba convencido de que Castilla era un desierto sin gracia, y Machado un preso forzoso en los campos de Soria. Hasta que un día, bajando de Torrelobatón a Villalar, la última jornada de los Comuneros, me sentí cautivado por la luz del poniente sobre los rastrojos del trigo. Desde aquel día han pasado casi cincuenta años, he recorrido miles de kilómetros buscando el arte infinito de los pueblos silenciosos, las letras de sus poetas, la paz de sus iglesias y los asados de sus mesones. Y mi admiración por aquella histórica anchura no ha dejado de crecer.

Después, en la universidad, también creía -porque así me lo contaban- que la conquista de América habían sido un fracaso. Hasta que, ya maduro, y con independencia de criterio, empecé a ver con mis ojos la vieja ciudad de Lima, el Cuzco, Guatemala, México, La Puebla de Zaragoza, Bolivia y otros lugares. Hice una lectura personal de sus monumentos, de las viejas universidades, del habla y las costumbres, y de su fe reelaborada en naturaleza y frescura. Y siempre vuelvo de allí reconciliado con el ser de mi país, convencido de que puede haber historias distintas, pero no más grandes ni mejores.

También un día le di crédito a los que me dijeron que la Semana Santa de Andalucía era un desmadre sin sentido, en el que el alcohol y la bulla corrían más que la devoción y sus misterios. Hasta que, tras pasar unos días de mítines por Granada y Málaga, en las autonómicas de 1982, llegué a Sevilla el Miércoles Santo, sin más intención que pernoctar y coger un avión hacia Santiago. Pero salí a dar un paseo entre la multitud -que por entonces aún era practicable- y me encontré, doblando la Campana, el Cristo de la Salud, que, repitiendo su camino desde 1761, llevaba a sus cofrades a la catedral, para hacer su estación de penitencia. Desde la primera levantá supe que jamás había visto una representación tan bella y conmovedora. Después rodeé la catedral y seguí a la Virgen del Refugio por el barrio de Santa Cruz. Cambié mi vuelo para el domingo, y apenas dormí tres horas seguidas hasta la tarde del Viernes Santo, cuando se retiraba El Cachorro, en una expiración interminable, por el Puente de Triana.

Volví al año siguiente, y seis veces más, repartidas en 30 años. Y empecé a saber lo que es la religiosidad popular, su sentido sin dogmas, los siglos de ventaja que le lleva a los teólogos de Roma y Tubinga, y las profundas revelaciones que le ofrece cada año a todos los que participan, sin prejuicios ni complejos, de aquella colosal catequesis -hecha de belleza, intimidad y sentimientos-, en las calles de una de las ciudades más hermosas del mundo. Y he llegado a la conclusión, cada día más firme, de que el que se fía de lo que le cuentan, y no sube al escenario, nunca sabrá de qué va. Y se perderá, sin darse cuenta, la infinita belleza que crearon y regalan cada año las buenas gentes cristianas.