La radiografía más triste

OPINIÓN

14 abr 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Yo tenía que subir hasta el primer piso. Me decidí por las escaleras en lugar del ascensor, y allí, en el descansillo, me la encontré llorando apoyada contra la pared. Era una mujer madura, rondaría la cincuentena y vestía de forma elegante. Tenía unas manos finas y cuidadas, con unas largas uñas rojas; trataba de secarse las lágrimas con ellas y cortar el chorretón de rímel que arrollaba sobre sus mejillas. No gritaba, pero por la expresión de su cara se podía escuchar el aullido que salía de lo más profundo de su ser. Me quedé parado, inmóvil, los dos muy cerca; no supe qué decir o hacer. Se percató y emprendió camino escaleras abajo. Me quedé en ese descansillo unos minutos, no sé cuántos; no podía dejar de pensar en esa mujer llorando. ¿Por qué habría llorado? ¿Tendría que haber hecho algo? Un sentimiento raro me alcanzaba: entre pena, angustia y fascinación.

Yo seguí rumbo a mi consulta con el traumatólogo. Mientras me realizaban unas radiografías no podía dejar de pensar en la señora que lloraba, y mis ojos se humedecieron mientras me indicaban las diferentes posiciones que debía adoptar en la camilla. La radiografía más triste de mi vida, y sin tener razones para ello.

Todo salió bien, pero no puedo dejar de pensar en esa mujer. Lloraba sola, en este mundo actual donde la soledad es habitada y se rodea de cientos de personas. Quizá tendría que haberle ofrecido un hombro dónde desahogarse o quizá ella debería habérmelo ofrecido a mí. Tengo la sensación y el presentimiento de que esa mujer entró al baño del Hospital Monte Naranco, retocó su maquillaje y siguió el día como si nada hubiese pasado. Puede que sólo ella y yo sepamos que lloró en el descansillo de esas escaleras.

Cuántas personas lloran cuando creen estar solas; y luego secan sus lágrimas, limpian su cara y muestran normalidad y felicidad el resto del día. El resto de sus vidas.