La cicatriz del mundo

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado ESCRITOR Y PERIODISTA

OPINIÓN

Ed

Así es el valle de la Beqaa, el epicentro de los conflictos de Oriente Medio

22 abr 2018 . Actualizado a las 08:41 h.

Acabábamos de pasar un control militar donde el ejército libanés, representado por un pequeño vehículo blindado y un retén de cuatro o cinco soldados, había echado un vistazo a nuestros pasaportes. Viajábamos de Damasco a Beirut. En seguida nos internamos en un amplio valle soleado y fértil que se extendía entre los suelos rocosos de las cordilleras del Líbano y el Antilíbano. Antonio paró el coche y nos bajamos a estirar las piernas. A lo lejos se veían las manchas verde-oscuro de las vides y el oro del trigo recién cortado. Se respiraba paz. Pregunté dónde estábamos. «En el valle de la Beqaa», respondió Antonio. El valle de la Beqaa, el epicentro de los conflictos de Oriente Medio.

Pero este era un día tranquilo en el solar de la guerra. A nuestro alrededor sesteaban las pequeñas aldeas armenias de la comarca del Aanjar. Más al norte se encontraba la Balbeek de los chiíes, con sus cultivos de hachís y sus campos de opio color amapola. Yo miraba hacia el sur, a donde se perdía la vista. El valle no se acaba. Esa pequeña hendidura que es la Beqaa se va agrandando y profundizando como un cuchillo en el que se apoyase un gigante. Atraviesa todo el Líbano, cruza la frontera de facto de Israel, donde se convierte en el valle de Hula y el lago Tiberíades. Luego sigue por toda Cisjordania a lo largo del valle del río Jordán, el de los bautismos y las bases militares. Luego pasa por el Mar Muerto, donde los turistas leen el periódico sentados en el agua. Es la misma grieta que prosigue por el Mar Rojo y el Golfo de Adén, tan profundos como océanos. Allí conecta con el valle del Rift africano, una profunda hendidura de cincuenta kilómetros de ancho que corta en dos Etiopía y Kenia, para seguir hasta Mozambique por medio del rosario de agua dulce de los Grandes Lagos.

Esta grieta de miles de kilómetros es perfectamente observable para los astronautas desde la órbita de la Tierra. Incluso se ve en un mapa físico, si uno se fija bien. Los promontorios a un lado y otro encajan como el puzle de un niño. La brecha se va agrandando, unos milímetros cada año, de ahí que esté ribeteado de volcanes y terremotos. Hace unos días se informó de la aparición de una enorme grieta de quince metros de profundidad y más de veinte de largo en el trayecto del Rift, en el condado de Narok, en Kenia. Los habitantes de la zona están muy contrariados porque la grieta ha partido la carretera principal. Los geólogos la observan con curiosidad, porque esto podría indicar que las placas se están separando más rápido de lo que se pensaba. Para los que siguen la actualidad internacional, es una metáfora preocupante. Porque este navajazo en el rostro de la tierra es precisamente eso: una herida abierta que sangra con frecuencia. El Valle de la Beqaa sigue siendo una zona militar, el Valle del Jordán es testigo del drama palestino, el Golfo de Adén contempla la guerra del Yemen. Más al sur la grieta atraviesa el conflicto de Eritrea y Etiopía, y las violencias étnicas de Kenia; se prolonga por el castigado Congo y el genocidio de Ruanda, para desembocar en las selvas mosaico de Mozambique, con sus minas dormidas. Qué relación pueda haber entre las heridas de la tierra y las de la humanidad, nadie lo sabe. Aquel día en el Valle de la Beqaa, en medio del silencio, pensé que podía escucharse un disparo a lo lejos. Esto no era extraño en el Líbano de aquellos años. Entonces, hubiese sonado como el párrafo final de un artículo, como una conclusión. El sonido resonaría por todo el valle y se iría convirtiendo en un eco. Me imaginé que retumbaba todo a lo largo de la gran cicatriz, desde el Líbano hasta Mozambique.