La segunda transición

OPINIÓN

03 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Tras una larga dictadura de cuarenta años, cruel, sangrienta y opresora, la llamada «reconciliación nacional», conjugó miedo e ilusión con la oportunidad de que España recuperara la normalidad democrática, iniciándose un periodo de transición que dio paso a la legalización de los partidos políticos y organizaciones sindicales de raíces democráticas, con el fin de sentar las bases de un marco de convivencia para los españoles.

Un intenso y complejo proceso político que nos legó una cultura en la que el protagonismo del pueblo español se diluyó, absorbido por una estructura oligárquica, representada por los dirigentes de los partidos políticos, que reservaron la participación de la militancia a las campañas electorales, y la opinión de los ciudadanos a ratificar las grandes decisiones ya adoptadas.

Una situación “tutelada”, desde arriba, que a lo largo de los años ha ido embrionando un déficit democrático que se ha visto sorprendido por momentos de eclosión, en los que el sentir popular desbordó los cauces que las instituciones preveían.

Sirvan de referencia las respuestas ciudadanas que dan testimonio del pálpito de una sociedad que emerge y se hace sentir con fuerza; citar la respuesta ejemplar tras la matanza de Atocha en 1976, la reacción tras el golpe de estado del 23-F de 1982, el seguimiento unánime de la huelga general de 1988, el grito de dolor tras el asesinato de Miguel Ángel Blanco en 1997, la movilización para evitar la invasión de Irak con el no a la guerra en 2003, y las reacciones al posterior al atentado de Atocha en 2004; momentos en los que el pueblo responde en la calle a las agresiones sentidas como atentados contra la dignidad que representaba la sociedad española.

Estas respuestas son una muestra de responsabilidad y vitalidad de una sociedad a la que no le resulta indiferente lo que en su entorno ocurre, pues entiende que los acontecimientos afectan a la conciencia de cada uno de los individuos que la integra y exigen un compromiso, una reacción inmediata, capaz de cambiar el estado de las cosas; no en vano el hecho de que la soberanía resida en el pueblo, alcanza un sentido pleno cuando éste asume un papel activo, trascendiendo más allá del ritual que le emplaza a depositar su voto en las urnas.

Siempre que el pueblo levanta la voz, las instituciones democráticas tienen la obligación de escucharle, se residencie su demanda en cualquiera de los poderes: legislativo, ejecutivo o judicial; incida en el ámbito local, autonómico, nacional, europeo o internacional; no es una cuestión de oportunidad, sino de absoluta necesidad, prestar la máxima atención al mensaje que se trasmite y, por supuesto, asumir el compromiso de darle una respuesta adecuada, en conformidad con la demanda que le da origen.

Llevamos ya unos años en los que la comunicación entre las instituciones y los ciudadanos se encuentran cada vez más obstruidas; los mensajes políticos en nuestro país son unidireccionales, se convierten en consignas que trasgreden los derechos de una sociedad que reclama el diálogo como valor intrínseco sobre el que se debe asentar nuestro sistema democrático.

Así sucede, durante los últimos años, bajo el gobierno del Partido Popular. Despertando la reacción de movimientos solidarios para parar los embargos y desahucios de viviendas; las mareas ciudadanas en defensa de los servicios públicos: la educación, la sanidad y recientemente las pensiones; reacciones a la crisis territorial que han alimentado en Cataluña; las respuestas masivas a la demanda de políticas de igualdad y contra la violencia de género, etc. Todas tienen al poder ejecutivo como referente para atender las demandas planteadas y a las fuerzas políticas en la cámara como colaboradores necesarios para revertir las situaciones generadas.

Quizá algunos piensen que la reacción social que durante estos días está teniendo la decisión judicial en torno a la violación grupal de una joven en Pamplona, durante los Sanfermines de 2016, únicamente pone en entredicho la sentencia dictada; craso error, en su origen va dirigida a un sistema judicial carente de recursos e ineficiente, en el que la designación de los jueces en la audiencia nacional atiende a afinidades políticas, con un código penal desfasado que confunde los delitos sexuales y la violación, dando naturaleza a cometer aberraciones como la que esta sentencia supone y que seguro el clamor popular hará que se corrija.

Estamos inmersos desde hace unos años en una segunda transición política; el turnismo político, por decisión popular plasmada en resultados electorales, ha finalizado su ciclo en nuestro país; ahora les toca reaccionar a los partidos y las organizaciones; por propia supervivencia, su credibilidad está en juego sino habilitan mecanismos que corrijan el déficit democrático que hemos venido arrastrando durante los últimos cuarenta años, de forma contraria será la propia realidad quien día a día les supere.

Llamados a implementar, en su ámbito interno, procedimientos de participación y transparencia eficaces, así como a hacer efectivos valores propios de un sistema democrático, entre ellos el más primario el ejercicio del diálogo, entendido como referente no solo de la comunicación entre los partidos, o la disposición al consenso y la concertación con los agentes sociales, sino al diálogo que debe mantener de forma normalizada con la sociedad a la que representan; ese diálogo, señores gobernantes, que ha de comenzar escuchando lo que la calle les dice.

Un sistema democrático maduro, al que todos aspiramos, solo cabe construirlo con la participación activa de la sociedad y refrendarlo desde las instituciones, hacer caso omiso nos daña a todos.