Los ciervos sagrados

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

06 may 2018 . Actualizado a las 09:46 h.

En las afueras de Nara, en Japón, se encuentra un gran parque natural con templos de madera, un gigantesco Buda en bronce y bosques de cerezos entre los que corretean los ciervos del templo de Kasuga. Estos ciervos, que pasan del millar, son sagrados. Lo son desde hace un milenio, cuando Nara era la capital del país y sus habitantes decidieron importar como patrono un dios más importante, y se les ocurrió llamar a Takemikazuchi, señor del trueno, que se presentó a lomos de un gran ciervo blanco. En atención a aquel golpe de efecto no se puede molestar ahora a los ciervos, que vagan libres por el parque de Nara y a veces aparecen por las calles de la ciudad. Se los puede alimentar con unas galletas de arroz que se venden en los quioscos, y cuando alguien les ofrece una, a veces hacen una delicada reverencia. Aunque también hay que tener cuidado, porque, entre que son sagrados y están a monte, son algo malcriados y lo mismo te pueden embestir si se quedan con hambre.

Yo fui a visitar a los ciervos sagrados de Kasuga una vez hace años, en abril, para la floración de los cerezos. El cerezo es el árbol nacional de Japón y el símbolo de la belleza efímera, porque florece y en poco tiempo el viento arranca sus flores. Contemplar ese breve espectáculo en un lugar hermoso es, para los japoneses, una comunión nacional. En televisión ponen un programa llamado Sakura zensen en el que se va mostrado por medio de mapas dónde están ya floreciendo los árboles, y se organizan hanami, excursiones para verlos, en las que se degusta una comida especial y se bebe vino de arroz, a veces incluso por la noche, a la luz de linternas de papel. El parque de Nara es uno de los lugares favoritos para el hanami, y aquel día comprendí por qué: en la luz mediada del atardecer, un soplo de viento hizo que se desprendiese el confeti de las copas de los cerezos, y corrían los ciervos sagrados entre las flores blancas y rosadas, como en el esmalte brillante de un juego de té.

Hay escenas que le persiguen a uno toda la vida, y desde aquel intento todos los años me apetece ver la floración de los cerezos, aunque sea en el Valle del Jerte, donde hay unos bosques de cerezos famosos. Nunca lo consigo. Este año hasta me pareció que lo veía en Madrid, cuando mi calle se llenó de lo que parecían pequeñas hojas blancas, pero resultó ser polen, castigo de asmáticos. Como abril ya se estaba yendo, pensé que ya no lo vería y, mientras tanto, me fui a pasar el puente a Galicia, donde el cielo estaba insólitamente frío y oscuro.

El miércoles, volviendo en coche, me acordaba de aquella escena y de mi hanami de este año. Y fue entonces, en el momento más inesperado, cuando, al salir de un viaducto en la montaña luguesa pude ver unos cuantos cerezos, florecidos tardíamente en una finca, junto a una casa. La flor que se desprendía llegaba hasta la carretera. Y ya en Madrid me enteré de la historia de ese corzo que se coló en el instituto IES Saturnino Montojo de Ferrol, y al que se puede ver en unas imágenes corriendo por el patio, entre las canastas de baloncesto y la red de voleibol. Para cuando llegaron los del Centro de Recuperación de Fauna Silvestre, el corzo había desaparecido misteriosamente. Me hizo pensar en un poema neotrovadorista de Cunqueiro, en el que un cazador le pregunta a una cierva a dónde va y resulta que va de camino «para o verso dunha cantiga». Así que me pregunto yo si, al igual que un cérvido puede entrar en un verso, puede salir también de un recuerdo incompleto y vagar por ahí, sagrado, buscando completarlo.