15 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

La historia suele confundir a quienes se acercan a ella de forma apresurada. Hace unos días, cuando se celebraba la final de la copa de fútbol, recibí un whatsapp de un amigo que decía: «En Francia nadie pita al rey desde 1793. A ver si aprendéis, maleducados». No quise comportarme como un pedante y contradecirlo. El mensaje era indudablemente ingenioso, pero los franceses tuvieron ocasión de pitar a reyes hasta 1870. No pretendo quitarle importancia a la revolución, pero se engaña mucho quien crea que volvió a Francia jacobina. Incluso cuando pareció que había triunfado su ya lejana herencia, el republicanismo fue con frecuencia más estético que ético y nunca lo asimiló toda la población. Baste recordar a Maurras, Pétain y Le Pen, franceses bastante influyentes, o cómo la derecha utiliza supuestos valores republicanos para fomentar la xenofobia.

El año pasado conmemoramos una revolución que pretendió haber iniciado una nueva etapa de la historia de la humanidad. No había cambiado un sistema político, habría inaugurado nada menos que un nuevo modo de producción, el socialista, un paso irreversible en el progreso. Hoy, vemos cómo el presidente de la muy capitalista Rusia, eso sí, antiguo policía soviético, hace la señal de la cruz en el Kremlin, entre hisopazos del patriarca ortodoxo, tras tomar posesión de su cargo. Ni siquiera es laica la otrora patria del socialismo.

No es una boutade afirmar que resultaron más sólidos los cambios provocados por el año de las revoluciones que no llegaron a triunfar, el 1968 del mayo francés, de la primavera de Praga, de Martin Luther King, de la lucha por los derechos civiles en EEUU, de la guerra de Vietnam, de la matanza de estudiantes en Tlatelolco.

Aunque pueda sorprender, me reconforta leer estos días a los columnistas más radicales de la tan abundante prensa conservadora madrileña. Que mayo del 68 les provoque tanta irritación es una prueba de que su legado está vivo.

Suele olvidarse que los primeros incidentes en la universidad de Nanterre se produjeron por algo que hoy nos parece tan nimio como la reivindicación de que estudiantes de diferente sexo pudiesen convivir en las mismas residencias. La oposición a la guerra de Vietnam provocó el nacimiento del movimiento 22 de marzo y politizó más las protestas, pero la lucha contra las convenciones de la conservadora sociedad burguesa, por la liberación sexual, contra la discriminación de las mujeres, por la libertad de los homosexuales, fueron aspectos fundamentales de la movilización de los jóvenes. Es cierto que nada surgió entonces. Como la contracultura, el rock, los cantautores o el provocador pelo largo, esas luchas se habían iniciado antes, pero 1968 las renovó y les dio nuevo vigor. También son innegables las contradicciones de los protagonistas y de sus organizaciones, nada es tan difícil de cambiar como la ideología dominante, pero ya no hubo marcha atrás. Tampoco en el combate contra la discriminación racial.

De París a Milán, de Praga a Madrid, de México a San Francisco, 1968 fue un enorme grito de libertad, por encima del efímero y no universal sarpullido maoísta. Los jóvenes, y con ellos muchos que ya no lo eran tanto, se rebelaron contra el fariseísmo, la esclerosis y las injusticias del mundo que les había tocado vivir.  Es cierto que en junio la derecha francesa ganó holgadamente las elecciones, que en agosto los tanques rusos irrumpieron en la plaza de San Wenceslao, que en octubre policías y militares masacraron a los estudiantes en México y que en noviembre Nixon ganó las elecciones presidenciales en EEUU. Como tantas veces, la reacción triunfaba tras la agitación en casi todas partes, pero los valores que hoy perviven están más cerca del deseo de libertad y de igualdad de aquellos jóvenes que de las ideas de Bréznhev, Nixon o incluso De Gaulle, de estatura política innegablemente mayor que los anteriores.

«Lenin despierta, que Bréznhev se ha vuelto loco», escribieron los checos en las paredes de Praga. No despertó, pero, con el violento final del «socialismo con rostro humano», el conservadurismo de la gerontocracia estalinista había abierto el camino del fin de su dictadura. Los jóvenes estudiantes que en España, Grecia o Portugal se entusiasmaban en esa primavera con las noticias que les llegaban del extranjero vivirían sus sesentayochos con cierto retraso, pero jugarían un papel importante en el fin de sus dictaduras y el cambio de sus países. No pudo hacerlo Enrique Ruano, víctima inocente de Franco, al que recuerda Antonio Elorza en su interesante libro sobre 1968. No pude evitar cuando lo leía la asociación ente el Fraga Iribarne que lo denigró desde el ministerio de propaganda de la dictadura y lo que le sucede a la víctima de la violación colectiva de Pamplona.

Tengo la impresión de que desconcierto a mis alumnos cuando critico, en términos parecidos, al conservadurismo estalinista y al occidental capitalista. Especialmente porque, al mismo tiempo, valoro positivamente la lucha de los comunistas contra el imperialismo y las dictaduras, o por los derechos de los trabajadores. Quizá Julio Cortázar, además de permitirme un pequeño viaje al mayo parisino, irreverente con unos y otros, me pueda ayudar a explicar lo necesario que sigue siendo que una parte de la izquierda se libere del lastre estalinista (no para caer en el turbio nacionalismo peronista). En El último round, un libro del 68, más que sobre el 68, escribe:

            «FRANCIA PARA LOS FRANCESES, SLOGAN FASCISTA (Facultad de Ciencias Políticas, París)

            Y el que hoy escribe se quedó ese día mirando largo tiempo las inscripciones, releyendo FRANCIA PARA LOS FRANCESES, y eso también era su América,

Argentina para los argentinos

Cuba para los cubanos

México para los mexicanos.

            Pensó en Simón Bolívar, pensó en un argentino batallando y muriendo por Cuba y por el mundo de los desposeídos, pensó en cubanos venezolanos guatemaltecos bolivianos colombianos peruanos que se juegan la vida por quienes no siempre lo merecen, pensó en las nacionalidades, vio fronteras aduanas policías ejércitos educación primaria (¡la PATRIA, niños la PATRIA!) vio razas vio pieles vio cabellos oyó lenguas.

            Y ese mismo día un periódico que todavía se llama L’HUMANITÉ denunciaba a Daniel Cohn-Bendit, judío alemán, intruso, extranjero metido en casa ajena [...]

            Entonces la Palabra en la piel de los jóvenes, desnuda y nueva, pegada a lo real a lo vivible, la Palabra estallando en cien mil bocas en el Odeón, en Charléty, en la rue Soufflot, en la Sorbona y la Bastilla, el grito más hermoso que haya gritado Francia en veinte siglos: NOUS SOMMES TOUS DES JUIFS ALLEMANDS! [...]

            El Che, Régis Debray, Cohn-Bendit, Rudi Dutscke judíos alemanes. Los estudiantes sublevados de Río y Buenos Aires de Santiago y de Córdoba y Milán de París y de Zúrich y de Berlín Oeste y todos los que creemos en la revolución y el hombre judíos alemanes

            Hasta que nazca el tiempo de la única cosecha y judío alemán negro argentino chino francés árabe indio sean palabras que se usaban en la Edad Media que acabó a finales del siglo veinte amén».

El lector puede pensar de inmediato en Trump, en Putin, en Orbán, o en Palestina, Siria o Yemen, también en la ley mordaza, en los ministros cantores de Málaga o en la manada. Considerará que los eslóganes de ..... para los ..... se siguen utilizando con demasiada frecuencia. Concluirá, en suma, que, a pesar del deseo de Cortázar, la Edad Media no terminó del todo con el siglo XX, pero también concederá que, pese a ello y al innegable triunfo de la sociedad de consumo, somos más libres que antes de 1968.

Posdata para jóvenes: L'Humanité era entonces el diario del partido comunista francés.