El relato

Manel Loureiro
manel loureiro PRODIGIOS COTIDIANOS

OPINIÓN

14 may 2018 . Actualizado a las 07:23 h.

Si no me equivoco era el año 1982. Yo entonces tenía solo siete años pero recuerdo perfectamente, con esa viveza que te dejan las impresiones fuertes cuando eres un crío, a mi madre en la cocina sujetándome las manos con lágrimas en los ojos y rogándome que nunca, jamás, bajo ningún concepto, le pegase patadas a ningún paquete o bolsa abandonada que encontrase por la calle. Yo no lo sabía, pero esa misma mañana un niño de Rentería poco más mayor que yo por aquel entonces, había perdido una pierna y un ojo tras darle un puntapié a una bomba que ETA había dejado abandonada en un portal. Hoy nos puede resultar extraño pero aquella psicosis de miedo que hacía que mi madre rogase por mi salud, con solo siete años, se extendía como una mancha oscura por toda España.

Mediados de los noventa. Por aquel entonces mi padre era un concejal de izquierdas en un pequeño ayuntamiento rural muy cerca de Pontevedra. Un día recibe una llamada de teléfono. Mantiene una larga conversación y cuando vuelve a la mesa, una expresión grave se ha adueñado de su cara, por lo general risueña. No nos dice qué es lo que sucede, pero unos días más tarde, cuando bajamos al garaje de su casa, comprobamos que la puerta que da acceso al interior está abierta. Al llegar junto a su coche le veo hacer algo absolutamente impensable y que me hiela la sangre: Mi padre se arrodilla y comprueba los bajos de su vehículo antes de permitir que nos subamos en él. Más tarde me confesará que llevaba a cabo ese ritual a diario desde el día que recibió la llamada telefónica de los agentes. Unas semanas después, un grupo de terroristas etarras, antiguos integrantes del Comando Vizcaya, eran detenidos en Pontevedra y con el tiempo, mi padre dejó de llevar a cabo aquel humillante procedimiento diario antes de atreverse a entrar en su coche.

No era el único. Miles de personas en toda España tenían que ejecutar coreografías similares o muchísimo peores. Son solo dos ejemplos, pequeños y casi irrelevantes en la gran fotografía de los hechos, pero creo que suficientemente ilustrativos del clima de miedo y opresión que de forma directa o indirecta sembró la banda terrorista durante décadas. Estos días vivimos el largo final de ETA, que como las vedetes que se resisten a abandonar los escenarios, parece haberse embarcado en una interminable gira de despedida. Y de fondo, mientras tanto, asistimos al nada disimulado intento de una parte de la izquierda aberzale de blanquear la memoria de la banda terrorista. Y lo peor es que hay algunos que se lo están creyendo. Pues no. Es imprescindible perdonar para poder seguir adelante, pero no se puede olvidar y mucho menos permitir que se reescriba la historia. ETA fue una organización terrorista. Cobarde. Un grupo de pistoleros cuyo modus operandi habitual era el coche bomba, el paquete explosivo o el tiro en la nuca. Esto no es una opinión, son hechos objetivos. Siempre a traición, siempre de espaldas, siempre miedosa. Nunca de frente. Nada de ese relato vibrante de gudaris peleando frente al opresor ejercito español. Al mismo nivel deleznable que los sicarios de los carteles de la droga mexicanos, o posiblemente incluso menos, porque al menos los pistoleros de Sinaloa tiran de revolver mirando a los ojos a sus rivales y saben que van a recibir plomo de vuelta. Estos, ni eso. ETA ha muerto, perdiendo la guerra contra la policía y contra la sociedad. ETA era una banda que luchaba por su causa con medios atrozmente ilegítimos, dejando un reguero de cientos de muertos y mutilados y miles de familias destrozadas. Lo hemos vivido, lo hemos visto. Sabemos lo que pasó de verdad. Nosotros estuvimos en aquel país, que ha ganado la batalla. No lo olvidemos y no dejemos que se adueñen del relato.