Presos en Cataluña

Fernando Salgado
fernando salgado LA QUILLA

OPINIÓN

Susanna Sáez | EFE

05 jul 2018 . Actualizado a las 07:42 h.

El primer Gobierno de Aznar aprobó, a partir de su llegada al poder en 1996, de forma escalonada, el acercamiento de 135 presos de ETA a prisiones del País Vasco. El primer Gobierno de Pedro Sánchez trasladó a seis dirigentes independentistas, entre ellos Oriol Junqueras, los Jordis y Carme Forcadell, a cárceles de Cataluña. 

Entre ambas medidas, separadas por más de dos décadas, hay muchas diferencias. Aquellos eran los tiempos del tiro en la nuca y la bomba-lapa, del secuestro de Ortega Lara o del asesinato en cámara lenta de Miguel Ángel Blanco. Esta es la época del desafío secesionista, del golpismo si quieren, pero sin bombas ni pistolas. Los etarras estaban condenados en firme por monstruosos delitos de sangre: entre los beneficiados se hallaba Domingo Troitiño, autor de la matanza de Hipercor. Los separatistas se hallan en prisión cautelar, a la espera de juicio, acusados de graves delitos de rebelión, secesión y malversación. 

Pero existe, sobre todo, una diferencia que conviene resaltar para combatir la desmemoria. La decisión de Aznar contó con el respaldo unánime de las fuerzas políticas, empezando por el PSOE (el partido que había decretado, en la segunda legislatura de Felipe Gonzalez, la dispersión de los presos etarras). La decisión de Sánchez ha sido criticada desde diversos ángulos, y rechazada por Ciudadanos y el PP, cuya incontinencia opositora incluye munición de calibre desleal: el nuevo presidente -espurio, ilegítimo, perdedor de elecciones- está vendiendo la nación por parcelas o pagando la hipoteca contraída en su moción de censura. Lealtad institucional, ¿dónde? ¿Realmente es España lo que importa? 

A partir de aquí, este comentario se transforma en un hervidero de interrogantes. Muchas preguntas y escasas respuestas. Anticipo una de estas para no llamarnos a engaño: no, Pedro Sánchez no va a solucionar el contencioso de Cataluña. Ni este Gobierno ni los próximos conseguirán arrancarle a Quim Torra la declaración que pronunció Fernando VII bajo la presión de las bayonetas: «Marchemos francamente, y yo el primero, por la senda constitucional». A falta de solución mágica, el problema catalán solo podemos conllevarlo, como pretendía Ortega y Gasset hace cien años. Y para este largo viaje -lo malo sucede con rapidez, lo bueno se construye lentamente- no disponemos de más equipaje que la política, el arte de lo posible, cuyas herramientas no son otras que la palabra machacona y el diálogo hasta la extenuación.

Puesto que la meta semeja inalcanzable, se impone el cholismo: el partido a partido. ¿Es positivo o no rebajar la tensión, desinflamar, aliviar la fractura social de Cataluña? ¿Merece la pena intentarlo? Si la respuesta es positiva, habrá que valorar en su justa medida eso que algunos llaman, peyorativamente, «meros gestos»: el acercamiento de presos o la decisión de la Generalitat de activar las comisiones bilaterales. Y colocar sordina a la retórica de la confrontación, aunque a algunos partidos -que no a España- les iba mejor en la guerra que en la paz.