07 jul 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Cuando esto salga publicado ya estaré en Pamplona. Cuando muchos de ustedes lean estas líneas ya estaré disfrutando de los Sanfermines: la mejor fiesta del mundo.

Desde el desgraciado episodio de «La Manada» veo como cada ves más se alzan voces criticando las Fiestas de San Fermín, muchas de ellas atacan a la fiesta y su carácter hedonista, a los toros, al encierro. He comprobado en mis propias carnes como se me recriminada que cada julio volviese a Pamplona. Hasta he llegado a sentirme cuestionado por defender los Sanfermines: esta fiesta a la que quiero tanto.

Desde muchos sectores acusan a los Sanfermines de ser una inmensa bacanal, un fiesta sin reloj que se prolonga desde el 6 de julio al 14, un lugar en el que la moral se relaja y cada uno deja salir sus instintos, deseos y pasiones. Y miren, les doy la razón en ello. Las Fiestas de San Fermín son todo esto: desenfreno, amor, sexo, risas, alcohol, drogas; vivir al límite y por y para el disfrute. Todo ello está intrínseco en la fiesta, forma parte de la esencia sanferminera y de la idiosincrasia de todos aquello que pululamos por Pamplona estos días. Y ¿qué pasa? Nada se puede reprochar a estas conductas, si no les gusta cambien de canal.

Este argumento que equipara a Pamplona con Sodoma y Gomorra durante San Fermín es el más utilizado por todos aquellos idiotas y profetas de la nada y el buenismo. Esos que se atreven a juzgar a una fiesta, a una ciudad, a un pueblo, sin haber disfrutado SF o habiéndolo hecho durante dos días continuos de intoxicación etílica, copando las calles de la vieja Iruña entregados al alcohol y sin molestarse por conocer a sus gentes ni la tradición.

Entiendo que no todo el mundo esté capacitado para conocer, entender y amar esta fiesta; puesto que requiere un duro trabajo intelectual. Cómo pueden hablar sin conocer su historia; sin ver la importancia y veneración que tiene el toro, el por qué del encierro; la devoción al Santo, que hace imposible no llorar cuando le cantan en la procesión; la música; los gigantes, cabezudos y kilikis; las mareas de blanco y rojo; los niños, y sus caras imborrables de felicidad. Cuanta más información atesoro y recopilo más entiendo y disfruto ests fiestas. Es algo imposible de explicar porque es una pasión.

Yo invitaría a todos esos detractores a que acudan a Pamplona, al centro del mundo del 6 al 14. Y que sientan los nervios y el hormigueo en el estómago los días previos. Descubran los maravillosos almuerzos entre las Peñas y cuadrillas. Sientan como se condensa la felicidad en un cohete que la mañana del 6 y explota y lo riega todo. Emociónense viendo al santo por las calles adoquinadas. Guarden en su cabeza el instante del encierro en el que pasen por delante de ustedes los toros, como moles negras y centelleantes, camino de la plaza. Escuchen a La Pamplonesa, «La banda sonora de la gloria» decía el gran Apaolaza, y acompáñela a la eternidad en las dianas. Observen las carreras de los niños escapando de Caravinagre. Acusan a una corrida en Sol y sepan lo que es la vida desde el paraíso de un esquizofrénico. Ojalá se enamoren mientras los fuegos artificiales iluminan el cielo pamplonica. Piérdanse por las calles de lo viejo, hagan nuevas amistades. Y, claro que sí, emborráchense y deshiníbanse un poco es necesario.

Se está haciendo mucho daño con todos esos ataques  a la ciudad y a los pamplonicas.

Y a mí, como pamplonica de adopción o así me hacen sentir cada vez que estoy aquí, me duele y me cabrea. No soy yo muy de hacer periodismo comprometido y militante, del que siempre tiendo a desconfiar; pero pocas razones tan loables para hacerlo como defender las Fiestas de San Fermín. Por eso yo digo: SAN FERMÍN SÍ, SAN FERMÍN BAI