El derecho a la ciudad. El urbanismo de género

Sonia Puente Landázuri TRIBUNA

OPINIÓN

Plaza de la Escandalera (Oviedo)
Plaza de la Escandalera (Oviedo)

La decana del Colegio Oficial de Arquitectos de Asturias reflexiona sobre el modelo de ciudad al que aspirar en la sociedad actual

26 ago 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Sobre la ciudad hay múltiples miradas pero vamos a detenernos en aquella consciente, desde la perspectiva de un feminismo evolutivo, integrador y sintético, basado en la igualdad de derechos de todas las personas: el derecho a la ciudad y, en definitiva, la calidad de vida.

La Arquitectura, con mayúsculas, entendida como la disciplina que construye la ciudad, progresa y se adapta a lo largo de la historia de acuerdo con los desafíos a los que se enfrenta. La ciudad, el invento más complejo del ser humano, ha dado muestras a lo largo de los siglos de ir a la vanguardia en la generación de derechos y su implementación en el espacio urbano. El gran avance de hoy en día es que ya se considera la visión de género sobre ella como un derecho más e implica a las administraciones. El desafío del siglo XXI es lograr la igualdad de oportunidades en la sociedad, con carácter general, y  en lo que se refiere a nuestra disciplina, el derecho a la ciudad, en particular.

Partimos de un hecho cierto: la ciudad no es neutra desde un punto de vista de género, y las principales directrices de la planificación urbana, a lo largo de la historia, se han tomado bajo decisiones hegemónicamente patriarcales, que ostentaban el poder del sistema. Esto debe cambiar con la participación de toda la sociedad, en general, y con las disciplinas que manejamos los profesionales a los que la sociedad ha encomendado este servicio: el urbanismo y la arquitectura, en particular.

Venimos de atrás. Ya en la prehistoria se produce el reparto de roles (los hombres cazan, las mujeres recolectan y cuidan). La mujer ocupaba el mismo espacio para las tareas productivas y reproductivas, esto es, el hogar. Es a partir de la Revolución Industrial cuando la mujer comienza a perder su hueco en la esfera pública. Se produce una segregación de usos en la ciudad, con la agrupación de la mano de obra, femenina, por un lado, y masculina, por otro, en espacios destinados para ello. Es en este momento cuando el trabajo reproductivo, aquel no remunerado que engloba la reproducción, los cuidados, la educación, el apoyo afectivo, etcétera, pasa a un segundo plano y el productivo constituye el eje de la vida cotidiana de la población. Consecuencia de esto es que las ciudades se diseñan acorde a las circunstancias del momento y bajo una determinada mirada masculina de poder y reproducción del sistema capitalista, con una visión del espacio residencial como un ámbito de ocio y descanso en general; mientras que para las mujeres, los espacios habitacionales son lugares donde se llevan a cabo las tareas de trabajo reproductivo: apoyo y de cuidado cotidiano.

A través del resultado de recientes estudios de género en materia de movilidad se puede afirmar que las mujeres «utilizan mucho más los espacios que la ciudad genera» que los hombres. Esta afirmación se produce como consecuencia de que son las principales usuarias del transporte público, utilizan mucho más todos los equipamientos de salud, educativos, deportivos y comerciales -como usuarias o en tareas de apoyo familiar-, apreciándose un menor apego al uso del coche para ir al trabajo. El motivo de  sus desplazamientos en coche difiere en un alto porcentaje del de los hombres, realizando más desplazamientos para llevar y recoger a los hijos del colegio, asuntos médicos, cargas familiares o compras domésticas, frente a los hombres, que centran sus desplazamientos en coche para cuestiones de trabajo y ocio principalmente.

Esto viene a demostrar una mayor dificultad en la actualidad para conciliar una vida laboral con el resto de tareas que exigen desplazamientos, en la mayoría de los casos familiares, que ocupan mucho tiempo. No obstante, hay un aspecto por encima de todos sobre el uso de la ciudad, que preocupa a todas las mujeres y que se está viendo con la solidaridad expresada a raíz de la denominada sentencia de la Manada: la percepción de la seguridad en el entorno urbano. Todas las mujeres, sin excepción, nos sentimos muy identificadas con ello. Y, por supuesto, también aquellos hombres, que son la mayoría, y que no participan de actos como los señalados. No se puede vivir con la angustia y el miedo; emoción básica que regula muchos aspectos de la vida y que además contamina al resto de las emociones.

Los datos estadísticos en España muestran que se produce una violación cada 8 horas, de las que se denuncia un 10%. Mientras, la sociedad ha normalizado una auténtica anormalidad en el uso de la ciudad: la imposibilidad de que una mujer sola pueda circular con cierta seguridad por determinados espacios públicos y a determinadas horas. Bajo el modelo urbanístico expansionista y segregacionista de las últimas décadas, esto se ha agravado.

Una ciudad de tejido denso, compacto, rico en mezcla de usos, compleja en definitiva, provoca movimiento y actividad y hace que entre unos y otros nos vigilemos sin querer. Así, un agresor sexual se pensará, muy mucho, cometer el delito en una calle muy frecuentada, con bajos comerciales llenos de vida y, sin embargo, campe a sus anchas en los, ya no tan nuevos, barrios residenciales de las periferias de nuestras ciudades, sin apenas tejido comercial de barrio, «sin calle», a modo de espacio público diverso. Más bien lo contrario. Son calles limitadas por cierres de urbanizaciones o edificios soportados por estructuras de pilares en planta baja hacia la calle con un sinfín de recovecos donde poder actuar. Esta realidad urbanística cambia sensiblemente la percepción de la ciudad, genera miedos a unos determinados ciudadanos más que a otros, las mujeres, y a todos aquellos hombres que se sienten corresponsables; cuando no debería ser así. Todos tenemos derecho a la ciudad en las mismas condiciones. ¿O es que las mujeres somos ciudadanos de segunda?

Si bien es cierto que esta mirada sobre la ciudad no va a solucionar todos los problemas, al menos no se lo pondríamos fácil a los delincuentes. Y esto es lo que en definitiva entendemos por urbanismo de género, el urbanismo de las personas, para todas por igual. Todas con las mismas obligaciones pero también con los mismos derechos, que aplicándolo a nuestra disciplina, permita una implementación espacial acorde a las diferencias.

Y ¿cuál es el reto de la ciudad en este momento? Procurar que la mirada hacia ella tenga una visión holística es algo que ya se está produciendo hoy en día, e incluso fomentado por las propias administraciones, si bien es verdad algunas con mayor acierto que otras. Fomentar que, dentro de esta visión trans-pluridisciplinar, la planificación y construcción de nuestras ciudades incorpore la mirada de género, pero no como una visión sectorial más, sino desde el inicio, como algo troncal, es sin duda el reto que hay que afrontar para los próximos años. De ahí la importancia y necesidad de la creación de equipos pluridisciplinares y heterogéneos, no solo en formación, sino también en experiencia, género, etc., en la planificación de nuestras ciudades.

Y es que la aplicación de un urbanismo de género, inclusivo, o como queramos llamarlo supone, a la postre, una mejor ciudad para todos, ya que pone sobre la mesa una manera de entender la planificación basada en las necesidades reales, cotidianas y variadas de los distintos ciudadanos, en lugar de la «uniformización» del planeamiento tradicional que se atiende más bien a las necesidades estándar y abstractas de un ciudadano tipo.

Esto es lo que desde nuestra disciplina, entre otras cosas, podemos, y debemos, llegar a aportar y comprometernos: la consecución de la igualdad de todos los ciudadanos en el ámbito espacial de la ciudad. Y animo a todos los profesionales de la arquitectura y el urbanismo a trabajar juntos por ello.  

Porque la ciudad es de todos los ciudadanos, sin distinción.