¿Somos ratas en un experimento global?

OPINIÓN

05 sep 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

El filósofo inglés Jeremy Bentham (1748-1832), padre del utilitarismo, se inspiró en los planos de su hermano Samuel, que diseñaba fábricas en las que se pudiera controlar eficientemente la actividad de un gran número de obreros, para crear el panóptico: una prisión cuya arquitectura facilitaba un control invisible de los detenidos, al estar estos recluidos en celdas individuales situadas alrededor de una torre central desde la que los vigilantes podían observar a todos los presos sin ser vistos. Una situación en la que el sujeto (nunca mejor dicho) observado está sometido, virtualmente, a un poder de apariencia omnisciente. La fantasía totalitaria.

Una fantasía que se podría estar materializando cuando, por un lado, en la recién pasada «Reunión de Jackson Hole», reunión anual organizada por la Reserva Federal de Kansas City a la que asisten banqueros centrales, grandes ejecutivos, académicos y periodistas de todo el mundo, destacan las alertas sobre cómo la acumulación de poder por unas pocas grandes compañías está distorsionando los preceptos de la economía clásica al retroalimentar la dinámica predatoria de la economía extractiva; y por otro, son esas mismas compañías las que hacen acopio masivo de datos personales de todo el mundo.

¿Hay relación entre la concentración de recursos e información y la degradación del mercado laboral y la (supuesta) libertad individual?

Según el paradigma neoliberal, y en contra de la evidencia, no, porque la libertad de mercado lleva aparejados el progreso económico y la libertad del individuo.

Resulta significativa la perseverancia con que la que los liberales se entregan al riego a manta del significante libertad, obviando sus acepciones los más ingenuos, y no supeditando la de mercado a la individual, los menos. Pero de eso se trata; las enormes lagunas en sus condiciones teóricas de racionalidad aséptica en la conducta económica se rellenan con la coerción mediante la falacia de la pendiente resbaladiza por la que la exigencia de que los mercados, como parte de la economía, estén al servicio del bienestar de la ciudadanía global erradicando las prácticas antisociales, es decir, su regulación, supone el abocamiento a la miseria propia de los regímenes autocráticos. De momento esta manipulación de las expectativas funciona; a mucha gente esta amenaza aún le parece verosímil.

Sin embargo, cómo explicar el caso de EEUU; paradigma de economía liberal con un mercado laboral que roza el pleno empleo, en el que las empresas tienen dificultades para encontrar mano de obra, donde no solo el salario mínimo está congelado casi desde el estallido de la crisis sino que su poder adquisitivo ha disminuido un 20% en las últimas cuatro décadas.

Esta es una de las estrategias neoliberales: utilizar su desdibujada versión de la libertad individual para legitimar la libertad de mercado, un eufemismo del lucro indiscriminado que captura recursos sin tener en cuenta sus efectos sobre la sociedad y el planeta, y que, consecuentemente, no hace sino acelerar una tendencia por la que hay una ínfima minoría, de decenas de familias, que está acumulando recursos equivalentes a lo que poseen una inmensa mayoría de miles de millones de desheredados. Hemos llegado hasta el punto de que ni siquiera en los llamados países desarrollados tener un empleo es suficiente para sobrevivir dignamente. Y el nivel de paro de algunos de ellos, como el nuestro, provoca le resignación a un mercado laboral altamente degradado. Y no es por escasez de recursos ni, como se ve en EEUU, por exceso de regulación pública.

Es una de las contradicciones que los liberales son incapaces de resolver porque la desregulación que exigen solo para la economía, claro, lleva al abuso y a la coerción económica. Y donde hay coerción, no hay libertad. Su libertad de mercado y nuestra libertad individual son incompatibles.

La politóloga y filósofa, Susan George, a cuya ponencia en el Seminario “Europa: concentración de riqueza, concentración de poder” de los Cursos de Verano de la Complutense pude asistir hace unas semanas, dice que “los griegos y los españoles son como ratas de laboratorio para ver qué nivel de castigo y sufrimiento puede ser aceptado por esta sociedad sin que la gente se rebele”. Un experimento de control de las expectativas (vía discurso neoliberal) y coerción económica (vía manipulación de las condiciones materiales) vigilado desde el panóptico digital, que registra y almacena masivamente detalles de nuestra vida personal para establecer y predecir patrones de conducta colectiva.

Estamos sometidos por un totalitarismo financiero encubierto, ese que con un par de llamadas al gobierno consigue frenar en seco la tentativa de establecer algún impuesto a la banca que le haga contribuir equitativamente. No solo no tenemos la capacidad para elegir cómo ser libres, sino que, además, sucumbimos a la tecnología del autorregistro y el exhibicionismo de las redes sociales, fascinados con un sucedáneo de popularidad, alimentando así a la versión cibernética del panóptico benthamiano: el banóptico.

Este término, Banopticon, fue acuñado por el profesor de Relaciones Internacionales, Didier Bigo, para el ámbito de la seguridad internacional a partir de la descripción de panoptismo que Michel Foucault hizo en su libro «Vigilar y castigar» (1975) introduciendo el término inglés «ban» (prohibir/suspender/ilegalizar) para hacer referencia a la vigilancia como medida disciplinaria, mediante la creación de perfiles personales y el uso de bases de datos para discriminar a las personas que pueden disfrutar del derecho a moverse libremente de las que no. Posteriormente fue adaptado por Zygmunt Bauman y David Lyon, en «Datos, drones, disciplina. Una conversación sobre la vigilancia líquida», como «bannoptikum», donde el lexema alemán «bann» nos remite a destierro, proscripción, relegación, es decir, exclusión. Y es que con ese término se refieren a un mecanismo de vigilancia y clasificación social tan sofisticado y sutil que permite establecer criterios de discriminación en función del auto-control y ajuste individual a las reglas del sistema, de manera que excluye a quienes son refractarios, a partir, también, de los datos personales que compartimos profusamente a través de internet.

Sus aplicaciones no se limitan a la seguridad del sistema, sino también a la eficiencia (económica, se entiende). Hay una empresa americana de Big Data que comercia con los datos de millones de personas, clasificadas en decenas de categorías en función de su solvencia económica, desde basura hasta dianas estrella. Este es el mercado, amigos.

Y por supuesto, el bannoptikum también sirve a la política; especialmente a los intereses de quienes pueden costear sus servicios. Así lo revela el escándalo de Cambridge Analytica, una empresa de gestión masiva de datos y comunicación que se jactaba no solo de haber influido en la victoria de Trump, sino también en la del Brexit. En este caso, y no podemos hacernos una idea de cuántos más, incluso a partir de datos privados de millones de personas obtenidos de forma, digamos, dudosa, y tras aplicar algoritmos de pronóstico de la conducta electoral, se elaboran mensajes personalizados distribuidos, a su vez, mediante microtargeting para maximizar su influencia. Se trata de la «psicopolítica movida por datos» que describe el filósofo Han, que advierte: «La psicopolítica digital es capaz de llegar a procesos psíquicos de manera prospectiva. Es quizá mucho más rápida que la voluntad libre. Puede adelantarla. La capacidad de prospección de la psicopolítica digital significaría el fin de la libertad».

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.