El invitado a quien el padre no conocía

Fernanda Tabarés DIRECTORA DE VOZ AUDIOVISUAL

OPINIÓN

Juan Carlos Hidalgo | efe

22 sep 2018 . Actualizado a las 10:22 h.

José María Aznar es un ser humano. Para quien tuviera dudas sobre esta circunstancia, el expresidente ha concedido pruebas fehacientes de que en su pecho palpitan las ansias de una persona normal, una auténtica rareza en estos tiempos que fomentan la extravagancia y los retratos de personas que se mueven para salir en la foto. Aznar no conocía a Francisco Correa el día que el capataz de la Gürtel cruzó el patio de El Escorial para asistir a la boda cumbre del aznarato. Lo ha dicho así, con ese aplomo rocoso que le va aumentando con cada pulsera de nudos que se coloca en la muñeca, un ademán existencial construido en la persistencia y que le está dando sus frutos, porque él volvió al Congreso y se lo pasó pipa mientras Rajoy sigue recuperándose en un hotel spa de Santa Pola. Hay quien a esta hora considera la negación de esta amistad un síntoma de la desfachatez existencial en la que vive instalado este hombre, pero cualquiera que haya asistido a una boda comprende que hay un porcentaje indefinido de invitados a quienes es probable que nadie conozca. Y más el padre de la novia, aunque ese padre haya montado un cásting previo con lo más granado del hampa financiera del momento, quizás para garantizarse que el vídeo del enlace fuera como el Nodo de los felices noventa a los que el bodorrio puso el lazo, o más bien el epitafio. Es ahí, en negar a Correa, en donde habita la normalidad de Aznar, por exasperante que nos parezca.

En realidad, no conocer a tus invitados es una evidencia de que la boda que organizas es una boda como dios manda. Esto pasa en cualquier prototipo de casorio entre Pena Trevinca y Coristanco, con todos sus actos incluidos, cuando empiezan a aparecer personas disfrazadas a las que es difícil adivinar las hechuras hasta que el dj perpetra el primer reguetón. Pasa aquí, en nuestras típicas bodas, que los invitados bien pueden ser los tuyos o los de la fiesta del salón de al lado, que hay quien ha llegado hasta la tarta misma en el banquete equivocado y regalado una lámpara de salón a una pareja de mozos de Culleredo cuando sus novios eran de Abegondo de toda la vida. Así que negando a Correa, que además de ser un invitado aforaba una parte del dispendio, Aznar se puso en la corbata de tantos padres que musitan desconciertos cuando procesionan invitados a gogó y engullen la barra libre como si no hubiera mañana. Correa era uno más entre las mil personas que casaron a Ana y negarlo es lo de menos en ese proceso de negación sistémica del pasado que con prestancia aznariana visualizamos el lunes. Revisionismo puro. Negando a Correa, Aznar se hizo hombre en el sentido existencial de la palabra, un hombre que habita en su fábula pero hombre al fin y al cabo. Y viendo sus estrujones a Casado y esa forma de ocupar el espacio, la constatación de que es real puede devolvérnoslo ya a un despacho de Génova de donde él cree que nunca debería haber salido. Los invitados pasan pero el padre de la novia, permanece.