Mi madre, quien vivió seis años en la Gran Bretaña de la post Segunda Guerra Mundial, decía que la flema y la niebla inglesa eran tan reales como molestas. La corrección y distancia que mantenían con los demás creaba un muro casi infranqueable. Por el contrario, siempre sintió querencia por los alemanes, con los cuales compartió más de un año de su vida. Prudentes y distantes hasta llegar a conocer a la persona, después resultaban cálidos y sinceros. Y aunque no creo en los estereotipos sí es cierto que la tradición cultural, sin duda, marca nuestro modo de relación con los demás. El carácter isleño de los británicos les distancia de los continentales en casi todo.
Así, Theresa May acude a todas las reuniones con la UE para tratar el espinoso tema del brexit sin mostrar atisbo de emoción pero, según todos los participantes, con una imprecisión impropia de un país conocido por ser organizado y puntual. No hace falta ser muy perspicaz para deducir que, a medida que ha ido avanzando el tiempo, May y muchos defensores del brexit se han percatado de la envergadura y, sobre todo, de las innumerables consecuencias negativas que la salida de la UE tiene para su país. No se trata solo de la frontera entre las dos Irlandas, ni de la devolución de una abultada cantidad de dinero, sino, como su plan Chequers planteaba, de conservar ciertos privilegios para la circulación de mercancías e impedir que su sector financiero se viera perjudicado, algo que, obviamente, no es posible.
May sigue contra las cuerdas en su partido. Los más duros defensores del brexit consideran que no está haciendo bien su trabajo mientras los tibios cada vez parecen más atraídos por la posibilidad de repetir el referendo. El curso parlamentario británico no pinta mejor. Se puede oler en el aire la convocatoria de las urnas. El 18 de octubre tendrá que presentar el último plan viable o se acabó. Ya no más conejos de la chistera.