Franco en la plaza de Oriente

OPINIÓN

15 oct 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

En estos tiempos, con la mano invisible del mercado agarrándolos por el cuello para que no se aparten de la ortodoxia, los gobernantes europeos progresistas tienen poco margen de maniobra para transmitir sensación de iniciativa y rebeldía a una ciudadanía cada vez más harta de corrección política. En ese reducido espacio de lo posible, apenas queda sitio para otra cosa que lo simbólico. Podrá discutirse la oportunidad o la forma, pero es muy difícil conseguir más impacto, con menos dinero, que desenterrando la momia de Franco, con la ventaja de que ni hay que pedirle permiso a Bruselas ni te riñe el FMI, como ocurre si intentas invertir en educación o subir las pensiones.

A cualquier demócrata le repugna que mientras los huesos de lo mejor de una generación continúen encofrando tapias de cementerio y cunetas, su verdugo sea honrado como un héroe pacificador en un mausoleo construido con el sudor y la sangre de las propias víctimas. Consciente de ello, Pedro Sánchez parece haberse marcado como principal objetivo simbólico de su mandato convertir esa repugnancia en justicia y reparación, sacando al dictador del Valle de los Caídos.

El movimiento inicial es audaz, pero pronto surge la duda: ¿Qué se va a hacer con el cadáver? Desenterrado el fiambre, decaen las competencias del gobierno y entran en juego las de la familia, excepto en el pequeño mundo de Pablo Iglesias, que amenazó con no apoyar los presupuestos si Franco es enterrado en la Almudena. Nadie puede evitar que con el cadáver se le entregue a la familia, como mínimo, un espacio para el homenaje y, en el peor de los casos, una oportunidad para la rehabilitación. La Iglesia católica, aliada de Franco en vida y guardiana de su legado en muerte, ya ha dicho que no se opondrá a la fiesta, permitiendo que el dictador sea enterrado en la cripta de la catedral de la Almudena.

El 1 de octubre de 1975, Franco celebró su último acto en vida en la Plaza de Oriente para denunciar la "conspiración masónico-izquierdista de la clase política, en contubernio con la subversión terrorista-comunista", tras las protestas internacionales por las últimas ejecuciones del régimen. Su aspecto demacrado, aquellas gafas de sol intentado, sin éxito, ocultar un Parkinson muy evidente en el temblor de la mano derecha acallando a la multitud, anticipaban que no tardaría mucho, sólo cincuenta días, en regresar a la plaza muerto y momificado, para ser velado en el Palacio Real antes de partir hacia el Valle de los Caídos.

Descartada la resurrección, es difícil imaginar peor escenario que el regreso de Franco a la Plaza de Oriente, camino de la cercana cripta de la catedral de Madrid. En un país infantilizado, morboso y desnortado, asusta pensar que el Caudillo vuelva a llenar la plaza, como acaba de hacer en Vistalegre, esta vez sin muñones de excombatientes ni necesidad de repartir panes, botas o plazas de serenos. Lo simbólico sale barato, pero tiene estos inconvenientes: en pleno renacer de la extrema derecha, existe el riesgo de convertir al verdugo en víctima y tornar la indiferencia en empatía.

Pese a que el gobierno maneja el cadáver de Franco con cuidado, como si fuese de uranio enriquecido, parece poco probable que pueda impedir que termine en la catedral de la Almudena, por deseo expreso de su familia y con el permiso de la Iglesia católica. De ser así, sus muchos admiradores podrán honrarle sin tener que desplazarse a la sierra, en pleno centro, al salir de misa en la Encarnación o de la ópera en el Teatro Real. Mientras, en el valle, José Antonio seguirá recibiendo las flores que dejarán los suyos sobre una losa gemela a la profanada. Y al final, pese a las buenas intenciones, no sé muy bien qué habremos conseguido, salvo constatar que, por desgracia, algunas cosas siguen intactas, y que las guerras no se ganan, ni siquiera se empatan, casi un siglo después de haberlas perdido.