El Supremo se marca un Puigdemont

OPINIÓN

EP

23 oct 2018 . Actualizado a las 08:48 h.

Éramos pocos y parió la abuela. En un país como España, en el que el poder legislativo y el ejecutivo han entrado en el descontrol más absoluto, el poder judicial aparecía como el único tablón al que unos ciudadanos con sensación de asistir a un naufragio podían aferrarse como garantía de que al menos uno de los tres pilares de cualquier Estado democrático mantenía la cordura. Pero, para no ser menos, la Justicia acaba de sumarse a esa antología del disparate nacional, dejando a los españoles definitivamente huérfanos. La confianza en el poder legislativo, residenciado en las Cortes, se quebró después de que se mostrara primero incapaz de formar un Gobierno, manteniendo el Parlamento paralizado durante un año, y forzara luego una repetición de los comicios de la que surgió un nuevo Congreso, que designó finalmente jefe del Ejecutivo al representante del partido más votado. Pero que después, sin que se alterara el reparto de escaños, descabalgó a este para sustituirlo por otro que solo tiene el aval de 84 de los 350 escaños de la cámara.

En lo que afecta al poder ejecutivo, su prestigio está también desde hace tiempo bajo mínimos. Durante su última legislatura, el Gobierno de Mariano Rajoy no fue capaz de sacar adelante ningún proyecto legislativo de enjundia y tampoco de garantizar el orden constitucional en Cataluña. Y peor aún es la situación del poder ejecutivo actual, liderado por Pedro Sánchez, que no solo no aprueba reforma alguna de calado, sino que es deudor y prisionero precisamente de aquellas fuerzas que pretenden subvertir el orden constitucional en Cataluña.

Frente a esta especie de locura colectiva, el judicial se mantuvo durante este período como el único de los tres poderes del Estado fiable. Fue capaz de enjuiciar tanto escándalos de corrupción del PP, (caso Gürtel) como del PSOE (caso ERE), además de frenar en seco el golpe independentista en Cataluña procesando a sus principales cabecillas. Fracasados y desprestigiados el legislativo y el ejecutivo, siempre nos quedarían los jueces.

Pero no. Ahora resulta que nada menos que el Tribunal Supremo se marca un Puigdemont. Es decir, que así como el expresidente catalán proclamó la república para suspenderla diez segundos después, dejando icónicas imágenes de alegría y desconsuelo de sus seguidores, el Supremo emite y anuncia primero una sentencia firme que afecta a 15 millones de hipotecados, que descorchamos botellas de champán al dar por hecho que por una vez el banco nos devolvería dinero, para inmediatamente después paralizar el fallo y anunciar que no, que mejor se lo va pensar un par de semanas.

Más allá del fondo de la cuestión, decida lo que decida el Supremo el daño que ha causado a su credibilidad, a la imagen de España y a la confianza de los ciudadanos en la Justicia es ya irreparable. Una democracia puede sobrevivir a cierto grado de caos político prolongado, y ahí está Italia para demostrarlo. Pero lo que no puede haber nunca es democracia sin seguridad jurídica. ¿Qué hemos hecho los españoles para merecer esto?