Resucitar a Montesquieu

Fernando Salgado
Fernando Salgado LA QUILLA

OPINIÓN

22 nov 2018 . Actualizado a las 07:40 h.

Después del bochornoso espectáculo ofrecido por PP y PSOE, rubricado por el obsceno wasap de Ignacio Cosidó y la espantada de Marchena, buena parte de la opinión publicada ha lanzado su mensaje reivindicativo: hay que resucitar a Montesquieu. Lo que significa, implícitamente, reconocer que el barón -es decir, la separación de poderes y la independencia judicial- está muerto. Bien, admitamos que, si no muerto del todo, el buen hombre agoniza en el lecho mortuorio mientras los partidos se afanan en construirle el adecuado panteón. Conviene, antes de hablar de las recetas para arrancarlo del coma, escuchar las palabras del paciente cuando todavía gozaba de salud: «Todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo [...] hasta que encuentra límites». Por eso establecía la división de poderes -legislativo, ejecutivo, judicial-, con el fin de conseguir que cada poder vigilase, controlase y frenase los excesos de los demás. Que «el poder detenga al poder», concluía el barón.

Pero hay una parte de la lección que parece olvidada, pese a que fue plagiada en la Constitución. Todos los poderes del Estado emanan del soberano, decían tanto Montesquieu como nuestra carta magna, con la salvedad diferencial de que mudó la naturaleza del soberano: el rey en las monarquías absolutistas, el pueblo en la monarquía constitucional española. «La justicia emana del pueblo», dice el artículo 117 de la Constitución, y la administran jueces -funcionarios- «independientes, inamovibles, responsables y sometidos al imperio de la ley». En consonancia con ese principio, las cúpulas de los tres poderes son elegidas, directa o indirectamente, por el pueblo soberano. Directamente, los diputados y senadores que conforman el poder legislativo. Indirectamente, por el Parlamento, el presidente del Ejecutivo y los vocales del gobierno de los jueces. Cierto que los sistemas de elección son perfectibles, pero todo cambio debe tener presente aquella máxima: el pueblo es quien decide. De él, y no del comité de sabios o del gremio profesional, emanan los poderes del Estado.

El PP, noqueado por el escándalo, ha dinamitado el pacto con el PSOE. No solo eso. Como Pablo de Tarso, ha caído del caballo, a cuya grupa cabalgó desde 1985, y ha abrazado la fe vieja: ahora propone que sean los jueces quienes designen la mayoría -12 vocales de 20- de su gobierno. Lo que significa sustituir el trapicheo de los vituperados partidos, que tienen la legitimidad que les otorgan nuestros votos, por el trapicheo corporativista de los gremios de juristas, que nos deja a usted y a mí en fuera de juego. Y que solo garantiza que el poder judicial será independiente del pueblo. ¿Acaso admitiríamos, para el poder ejecutivo, que fuesen los funcionarios de carrera quienes eligiesen al Gobierno y sus ministros?

Si realmente queremos resucitar a Montesquieu, demos un salto en dirección opuesta: que sea el pueblo soberano quien elija, en las urnas, el gobierno de los jueces.