Irán, donde la sororidad lleva hiyab

OPINIÓN

Miguel A. Moncholi

10 dic 2018 . Actualizado a las 12:22 h.

Irán es un país fascinante. Al menos en mi mirada y mi corazón de europea occidental de formación ética judeo-cristiana. Sus paisajes mudan con las distintas luces del día, y sus mezquitas azules destellan con la fuerza de los dioses, como si de un océano de inmenso oleaje de sentimientos y emociones se tratara.

En el país de los persas, el silencio compone una sinfonía de sosiego que te invade el espíritu siempre en son de paz. Ochenta y dos millones de almas deambulan armónicamente en una nación enorme, de más de un millón seiscientos mil kilómetros cuadrados. Y de esos ochenta y dos millones, una buena parte son mujeres.

Las mujeres iraníes son alucinantes. Su presencia en las calles pone una nota de distinción en este lugar que, tanto por su devenir histórico como por su momento presente, es bien diferente al resto del mundo conocido. Las descendientes de Ciro el Grande conservan el porte imperial del que son herederas desde hace más de dos mil años. Con sus chadores negros o con sus hiyabs de colores caminan erguidas, con la misma donosura que las figuras esculpidas en la inefable Persépolis.

Su serena y discreta presencia late y embriaga la atmósfera iraní. Inquietas y cultas, disciplinadas y trabajadoras, son un ejemplo de inteligencia emocional para el resto del mundo. Su mirada cómplice y su gesto humilde transmiten con toda naturalidad la gratitud e incluso la admiración que sienten, cuando se encuentran con mujeres occidentales que portan el hiyab como una prenda imprescindible para recorrer y conocer su país.

En todo Irán, incluida la populosa Teherán, recibes como regalo su espontáneo saludo o su dulce atención. Les encanta a hacerse fotos con las mujeres que vienen de otra cultura y que respetan la suya. Disfrutan con unos minutos de conversación, y se interesan por otros mundos diferentes. Y España les suena genial.

Llevar hiyab durante mi estancia en Irán fue realmente aleccionador. Fue un gesto clave para meterme en la piel de las iraníes. Para vivir su cultura y sus creencias desde dentro. Para conocer de cerca sus inquietudes y desvelos. Para empatizar con un universo cotidiano bien distinto del mío.

Y lo que más me impactó fue su actitud: una sabia combinación de dulzura, ingenuidad, firmeza y capacidad de sufrimiento.

Con su gesto y su mirada, me hicieron sentir la esencia de la sororidad, como una especie de energía imprescindible para afrontar el devenir vital de cada día. La complicidad entre mujeres orientales y occidentales fluyó como un cristalino y caudalosos río durante todo el viaje.

La forma de ser y de estar de las iraníes me llenó de esperanza, al vivir in situ cómo estas mujeres que han pasado por intensos y a menudo duros avatares, viven su realidad y su circunstancia con una increíble fortaleza espiritual.

Millones de poros de la piel femenina de Irán respiran sororidad. Es como una especie de revolución silenciosa, infinita e imparable, al son de sutiles y valientes acordes.

En el país de Zaratustra sentí que la sororidad lleva hiyab, y esta sensación me hizo crecer por dentro. Mucho.