La indignidad del apaciguamiento

Roberto Blanco Valdés
Roberto L. Blanco Valdés EL OJO PÚBLICO

OPINIÓN

Andreu Dalmau

21 dic 2018 . Actualizado a las 07:56 h.

De la indigna posición en que ha colocado al Gobierno de España su política de apaciguamiento a la desesperada con el secesionismo catalán da justa idea el hecho escandaloso que hoy tendrá lugar en Barcelona: un Consejo de Ministros sujeto a la vigilancia de miles de guardias civiles y policías nacionales y autonómicos movilizados con la finalidad de proteger al Ejecutivo de las amenazas de unos radicales previamente jaleados por el presidente de la Generalitat. El mismo presidente de la Generalitat al que Sánchez pretende seducir llevando a la capital catalana la reunión de su Ejecutivo tras aceptar ayer lo que durante semanas rechazó: una especie, tan ridícula como peligrosa, de encuentro en la cumbre entre gobiernos, como si Cataluña ya fuese independiente.

En Cataluña existe un gran problema desde que el nacionalismo no estatal que goza de más poder político en Europa -el catalán- decidió liarse la estelada a la cabeza y echarse al monte de una insurrección organizada por las instituciones autonómicas. Pero deducir de ahí que nuestro Estado democrático debe negociar bajo sus condiciones con los independentistas constituye un disparate que sólo sostienen los incautos, que creen que hablando se puede arreglar todo, y los que desde un fariseísmo obsceno dicen promover el diálogo cuando están defendiendo en realidad la rendición de la actual España de ciudadanos libres e iguales ante quienes quieren construir un Estado étnico catalán basado en la identidad ideológica y lingüística.

Es obvio que la única razón por la que Sánchez insiste en negociar con Torra es el espurio interés presidencial de contar en el Congreso con el apoyo de los diputados independentistas para estirar la legislatura todo lo posible, aunque sea al precio de dejar al país indefenso ante el matonismo creciente de quienes se atreven ya a hablar de guerra civil para conseguir sus objetivos. Y lo quiere hasta el punto de ir aceptando, chantaje tras chantaje, los que previamente rechazó.

Pero la negociación con los rebeldes constituiría también un auténtico dislate si estuviera guiada por el más acendrado patriotismo y no, como es el caso de la celebrada ayer en Cataluña, por los más oscuros intereses personales de un Sánchez en trágico precario.

Porque, para ser fructífero, cualquier diálogo con el secesionismo tiene que ir precedido de una triple e indispensable condición: el íntegro restablecimiento de la legalidad en Cataluña; el compromiso público y solemne de los insurrectos de que renuncian sin condiciones a su rebelión; y la aceptación de que fuera del respeto a la Constitución, a la ley y a las sentencias judiciales no hay nada de que hablar. Todo lo que no sea tal es un trágala. Y a eso, a un trágala en medio de un clima de violencia impulsado por aquellos a quienes se quiere apaciguar, es a lo que se ha prestado en Barcelona el presidente del Gobierno.