Mi cena de empresa

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed

23 dic 2018 . Actualizado a las 10:01 h.

Me tocó elegir el restaurante, como siempre, fijar la hora y llamar para hacer la reserva. No podía ser de otro modo. Siendo, como soy, un autónomo, mis cenas de empresa, de las cuales celebro dos al año, solo contemplan un comensal, yo, que tiene que hacerlo todo. En eso consiste la triste condición del autónomo: en ser tu propio recadero, tu propio esclavo, en tener un jefe que te lo manda hacer todo a ti porque lo hace todo él, en ser una especie de Dr. Jekyll que cuando se convierte en Mr. Hyde no se vuelve un asesino irracional, sino un currante sin derecho a huelga. He ahí el mundo de la autonomía empresarial: un universo de soledad, y la frustración de ser permanentemente el becario de uno mismo, teniendo que hacerte tu propio café y hablando mal de ti mismo a tus propias espaldas.

Como decía, celebro dos cenas de empresa al año, una a finales de julio antes de irme de vacaciones, y otra en Navidades para repartir conmigo mismo la lotería. A la de julio no voy casi nunca, porque me suele pillar en un día en que me toca trabajar. Y si no voy yo, obviamente, no va nadie. Además, fui una vez y me aburrí, oyéndome hablar a mí mismo de los sitios de vacaciones a los que no podía permitirme ir. Por eso prefiero, con mucho, la cena de empresa de Navidad. Hay más gente: una persona, yo, con lo que la cosa está más animada. Y luego está la cuestión de la lotería de la empresa que, aunque no mejora en nada la infinitesimal probabilidad que existe de hacerse millonario con ese sacacuartos convertido en tradición, me proporciona el secreto placer de saber que, caso de que toque el gordo, no tendré que repartir con nadie.

De modo que fijé mi cena de empresa para el jueves a las diez, aunque me convoqué a las nueve y media por si me retrasaba. Para mi sorpresa, no me retrasé, así que una vez más tuve que esperar para comer, como pasa siempre en las cenas de empresa. Al llegar, vi que había a mi alrededor otros tres ágapes de empresas grandes, de esas que tienen más de un trabajador. Eran más ruidosos, pero no me parecía que se divirtiesen más que yo. Por mi parte, trataba de ceñirme a la etiqueta de esta clase eventos: intenté sentarme en un sitio distinto al que me tocaba, pero no lo conseguí, tardé en integrarme en la conversación y devoré nerviosamente el aperitivo. A ratos desconectaba para mirar el móvil. Saqué una foto de grupo, pero me salió un selfi. Eso sí, no hice ningún intento de flirteo conmigo mismo (no por temor a la acusación de acoso, sino a la de narcisismo), no hablé mal de mis inexistentes compañeros, no salí a fumar en grupo. Se dice que no hay que tocar la política en las cenas de empresa. Pues yo lo hice y estuve de acuerdo con casi todo lo que dije. Repasé las anécdotas del año, me quejé de la lentitud en llegar el segundo plato, pedí un postre que no estaba en el menú para fastidiar y, al final, golpeé la copa con una cucharilla y pronuncié un discurso condescendiente con chistes fallidos y alusiones personales que no me hizo gracia, pero no tuve más remedio que reírme. Cuando repartí la lotería, la firmé, porque no me fiaba. Luego estuve dudando si irme a tomar una copa por ahí solo o marcharme a casa. Inventé una excusa inverosímil y me fui a casa, porque temía tener que bailar la conga. Y así concluyó mi cena de empresa de Navidad. Hasta el año que viene.

No hace falta decir que la lotería, al final, no tocó. No estaría yo aquí dándole a la tecla el sábado. Alguien dijo en el trabajo la tontería que se dice siempre en estos casos: «A ver si toca la del Niño...». Miré a ver quién lo había dicho. Y quien lo había dicho era, naturalmente, yo.