La suicida alegría del centro-derecha ante la irrupción de Vox

OPINIÓN

01 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

De toda la conmoción que ha provocado el inesperado éxito de Vox en las elecciones andaluzas (395.978 votos, 10,97% del total y 12 de los 109 escaños en juego), lo que más me inquieta es el sorprendente alborozo en los sectores de la derecha «normalizada» ante la entrada del nacional-populismo en las instituciones. En lugar de aprovechar la circunstancia para marcar diferencias en estilo, discurso y objetivos con Vox, corren a acogerlos y a competir en los rasgos más patrioteros, excluyentes y extremos que definen a este partido, alimentando al monstruo que, si se descuidan, los devorará electoralmente, como está sucediendo en una buena parte de los países europeos. El PP o Ciudadanos, en lugar de reflejarse en el espejo de Merkel o Macron, que tienen bien clara la diferencia de raíz entre un partido europeísta conservador o liberal y la alt-right nacional-populista, atizan el entusiasmo movilizador que hace crecer la ola, aunque ésta pueda relegarles a una posición secundaria en el tablero político (lo que ya consiguieron Salvini y Le Pen, referencias de cabecera de Vox), o condicionarles ante las simplezas vociferantes de Abascal y compañía.

A menos que espabilen en el corto plazo, el centro-derecha español perderá rápidamente su oportunidad para poner clara la distancia ideológica, ética y hasta estética, con Vox, y pagará cara esa omisión. Quizá porque los esfuerzos de moderación del pasado fuesen insuficientes; por el temor de sus dirigentes a disgustar a la parte más montaraz de sus bases o a los agitadores mediáticos que hace mucho perdieron toda vergüenza (y que han dejado en un segundo plano a las voces más ponderadas); o por la reticencia a romper el cordón umbilical del llamado «franquismo sociológico», lo cierto es que el PP no ha conseguido en todo estos años -y puede que tampoco haya querido- llevar a una parte destacable de sus votantes a postulados propios de los partidos conservadores y cristianodemócratas del entorno comunitario. Ahora, bajo el reclamo de la autenticidad y de la ausencia de complejos (elevada al cubo), una masa de votantes tradicionales del PP, y, posiblemente, un número no despreciable de los de Ciudadanos (los que se sintieron atraídos por la novedad y el discurso recentralizador), ven como una opción perfectamente viable y atractiva votar a Vox. De hecho, cual Diógenes con el candil, busco desesperadamente entre los votantes habituales de la derecha, en las opiniones publicadas y en las redes sociales, a quien, de entre ellos, sea capaz de apreciar la distancia sideral entre las opciones conservadoras o liberales de raíz democrática y el veneno nacional-populista que corroe las democracias europeas. Pero, en lugar de un dignísimo esfuerzo para separarse de la pulsión disgregadora y reaccionaria que anima este fenómeno, lo que encuentro es un indisimulado entusiasmo ante quien, por fin, está dispuesto a tomarse la revancha y, en sus ensoñaciones, recuperar lo que consideran terreno perdido en todas estas décadas (frente a la inmigración, la diversidad religiosa y cultural, la igualdad entre mujeres y hombres, la familia tradicional, la España autonómica, la Unión Europea, las políticas de integración social y otros enemigos a batir de la derecha cavernaria). El único que lo entiende y ejerce de centrista consecuente parece ser Manuel Valls (y bien que sufre el ataque dialéctico de Vox por ello); y me temo que pesa mucho en ello su condición exógena a la política española. En el resto de este espectro, se pretende considerar a Vox poco menos que defensores acérrimos de la Constitución, de cuyos valores, consensos, gestación (¿o no recuerdan las abstenciones y votos en contra de una buena parte de los diputados de AP a su aprobación y la posición radicalmente contraria de la extrema derecha?), contenido y espíritu están muy alejados, se mire por donde se mire, desde su retórica a su programa.

Cuando se quieran dar cuenta, les habrán entregado la iniciativa y la agenda política, y votar a Vox ya no será una jovialidad disruptiva ni un exceso de testosterona castiza ni siquiera una patada al caldero de un puñado de enojados, sino un movimiento tectónico que, en el peor de los casos, nos puede poner en la senda de la de las mal llamadas democracias iliberales o autoritarias. Una pesadilla en toda regla, salvo que la izquierda se movilice y refuerce su perfil de gobierno y los votantes moderados (que haberlos, haylos) den el toque de atención que PP y Ciudadanos están pidiendo a gritos.