Ni la mierda huele a mierda

OPINIÓN

06 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Señores lectores ni me he vuelto loco ni estoy pasando por ninguna parafilia extraña, es que el tema a tratar parte de una descripción escatológica y, aunque seguramente divertiría mucho a mi hijo de 8 años, un análisis profundo demostraría que la cuestión es más seria de lo que parece. No obstante, si a usted le repugnan estas cosas, le aconsejo que no siga leyendo más.

Como les decía voy a hablar de mierda, sí, sí, de mierda, de cagar y de esas cosas y lo hago porque todavía no me he repuesto de shock emocional de ver un anuncio televisivo en el que anunciaban… «perfume supresor de olores fecales» -¡vaya!, para que no huela a mierda-.

Permítame regocijarme de forma breve en los detalles del reclamo publicitario: una hermosa señorita se dispone a ir al baño… a cagar, se entiende. Pero antes de iniciar el proceso vaporiza un producto neutralizador del mal olor. En la siguiente escena unos aros oscuros se zambullen en el inodoro. Decir que todo el ambiente resulta atractivo y aséptico, incluidas las evacuaciones que, dicho sea de paso, me resultan ciertamente sabrosas ? No… no tengo intención de practicar la coprofagia, al menos no está dentro de mis prioridades inmediatas, pero es que en román paladino «los donetes de la pija resultan más que apetecibles».

Aunque la escena pueda tener cierta gracia, quiero aparcar de mi mente esa concupiscente imagen porque en realidad este anuncio es un ejemplo más de cómo la sociedad de lo políticamente correcto ha llegado al más delirante de los absurdos. Si no teníamos suficiente con la dictadura del eufemismo, ahora ni siquiera podemos ser gordos, calvos u oler a lo que hay que oler. Pasamos del reino de la ordinariez al mandato del ridículo. En este escenario de hipocresía e hipersensibilidad sólo nos queda volvernos etéreos, mudos o transparentes no vaya a ser que ofendamos a alguien con nuestra apariencia, palabra o lo que es peor con nuestro rastro odorífero.

Lo malo de este desvarío es que hemos asumido como normales ciertos hábitos y usos políticamente correctos que nos llevan a un estado de falsas apariencias y victimismo. Eso por no hablar de un lenguaje totalmente envenenado con expresiones diseñadas para fines políticos como: violencia de género, comunidades autónomas, derecho de autodeterminación, centros de reinserción… -pero el envenenamiento del léxico es otra batalla que merece otro análisis más profundo-

De lo que se está hablando es del despotismo de las minorías, cualquier cosa que digamos o hagamos podrá ofender a homosexuales, a inmigrantes, a discapacitados, a gitanos, a los espiritistas, a los amigos de los ovnis, a la sociedad ornitológica, o al círculo de perfumistas. Hay que hilar tan fino que cualquier acto ha de ser calibrado para no incomodar a unos u otros. Y como saben los expertos en big data para llegar a la masa hay que hacerlo por la adscripción que todos tenemos a algún tipo de microsistema, minoría, club o como quiera llamarlo.

Volviendo al tema, este conflicto social generado de forma partidista y artificiosa tiene como fin la creación de un orden moral y político completamente nuevo. Hasta aquí todo resulta… inquietante, aunque razonable. Pero el verdadero dislate se produce porque las formas son tan retorcidas que los propios creadores se dan cuenta de su extravagancia, es la perpetua rueda de la incoherencia. Se crean eufemismos de eufemismos, se sustituyen los tacones por chisteras, se anhela el progreso regresando al primitivismo, se aspira a la universalidad potenciando el localismo y muchas, muchas circunstancias grotescas e irrisorias que me llevan a pensar que en un futuro cercano, sólo podremos desaparecer porque se nos prohibirá hablar por no herir al otro, no podremos mostrarnos tal y como somos porque la individualidad tendrá que ajustarse a unos cánones y ni siquiera se nos permitirá dejar un rastro natural de olor porque no podremos ni cagar a gusto.