Desbancar la política

OPINIÓN

20 ene 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

La banca siempre gana. Eso lo sabemos de los casinos desde que tenemos uso de televisor. No solo porque los juegos de (supuesto) azar estén legalmente concebidos para que siempre gane el propietario del negocio, sino porque, además, en los casos de codicia patológica los juegos están amañados para incrementar los beneficios empresariales de forma ilegal. Lo que no deja de ser una muestra simbólica de lo que sucede en cualquier ámbito de la economía-casino que habitamos.

Ahora, el acceso mediático a las cloacas nos permite confirmar que la banca, como actividad emblemática del sector financiero, no solo gana siempre, sino que no va a renunciar al control del acceso a los recursos: por las malas, porque su influencia, en beneficio propio, en la toma de decisiones políticas que afectan al conjunto de la ciudadanía vulnera todo principio democrático; o por las malas malas, porque, además, son capaces de recurrir, como estamos viendo, a prácticas mafiosas para conseguir sus objetivos, aunque sean los particulares de algunos de sus miembros más distinguidos.

Si atendemos a la tradición explicitada por el insigne acaparador sin escrúpulos John D. Rockefeller cuando dijo, sin despeinarse, en el siglo XIX «La competencia es un pecado, por eso procedemos a eliminarla» , podremos intuir que la duda suscitada en las tertulias sobre si el affaire BBVA-Villarejo es un caso aislado no es sino la retórica que revela la sospecha de que si el comisario-pocero ha salido a la superficie es porque sus proveedores de «bombonas de oxígeno» le han cortado el suministro. Y que, tal vez, cueste menos sacrificar un chivo expiatorio, por pestilente que sea, que sanear el alcantarillado político-financiero.

También sabemos, no solo por la tele, que los poderes se alían para someter a la plebe. Y que los abusos institucionales derivados de dichas alianzas acabaron provocando respuestas, más o menos tumultuosas, que pretendían combatir la secular subordinación popular al despotismo de iluminados que se creían con derecho a disponer de las vidas de los demás. A partir del Renacimiento y, decididamente, con el racionalismo de la Ilustración se promovió, afortunadamente, la ruptura de una de esas alianzas mediante la separación Iglesia-Estado. Si bien, tras las revoluciones burguesas del siglo XIX, los sistemas políticos resultantes sustituyeron la alianza entre Trono y Altar por otra entre escaño y cuenta corriente.

Padecemos, pues, un «despotismo financiado»; mucho más sutil que los precedentes porque nos han «enseñado» a atribuir la mala fortuna al demérito individual o, en su defecto y en última instancia, a entes impersonales y, por tanto, irresponsables e impunes, como el «Mercado». Una forma de gobierno que lleva aparejados exudados como las deudas legislativas contraídas por los partidos políticos por la condonación bancaria de sus deudas pecuniarias, las recalificaciones a la carta, las viviendas públicas obsequiadas a fondos buitre con los que especulan hijos de expresidentes entre otros familiares y amistades, las SOCIMIs, los rescates financieros a fondo perdido, los sobrecostes en la obra pública, las tarjetas black… Exudados, en fin, que discurren, malolientes, entre nuestros pies hasta las alcantarillas donde pueden llegar a convertirse, mediante el reciclado, en generosos apuntes bancarios para policías despechados.

Si la política es la gestión de la convivencia, y para convivir dignamente es necesaria la separación Banca-Estado, habrá que «desbancar» la política, la política mercenaria, evitando, por otro lado, que la antipolítica de la gestión del enfrentamiento se haga con más espacio del que está consiguiendo. Difícil, pero no imposible.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.