Describe que algo queda

OPINIÓN

24 ene 2019 . Actualizado a las 07:40 h.

En 1968, cuando iniciaba mi segundo curso de Filosofía, llegó a España un libro -La construcción social de la realidad, de Peter L. Berger y Thomas Luckmann- que, publicado en Estados Unidos en 1966, acababa de traducir la editorial Amorrortu. Dicho libro entró en las aulas -en palabras de mi profesor de Gnoseología- «con categoría de Biblia». Y no debía andar muy equivocado cuando ya tuve en mis manos su vigesimosegunda reimpresión. El libro, lejos de ser una absoluta novedad, bebía en autores tan académicos como Durkheim y Weber. Pero tenía tres ventajas reseñables: la de aparecer en un momento, Mayo-68, de grandes cambios sociales; la de coincidir con un avance extraordinario en la aplicabilidad de los conocimientos sociológicos y politológicos al desarrollo de las sociedades avanzadas; y la de ofrecer una síntesis muy acertada de las cuestiones que eran esenciales para la formación de los primeros sociólogos y politólogos que íbamos a entrar -fuera de los cauces académicos- en los mercados laborales.

La tesis del libro, que hoy forma parte de nuestra cultura política, se puede resumir -con evidente osadía- en dos corolarios: que la realidad social sobre la que operamos es una construcción dialéctica entre la experiencia que vivimos y los conceptos, definiciones, mitos, valores y tradiciones que, debidamente institucionalizados, generan, en cada contexto, una realidad social específica; y que esa es la razón por la que el diálogo entre las distintas sociedades y culturas políticas constituye un babel ininteligible entre perspectivas que, teniendo apariencia objetiva, son, de hecho, subjetivas.

De eso me acuerdo estos días al comprobar que, más allá de las fake news, de la difamación sistemática y de la ruda intolerancia generada por los intereses primarios y la ignorancia, vivimos un tiempo en el que la discrepancia política se basa -más que en posiciones y actitudes que exigen algo de relación con el adversario, como el debate, la crítica y la oposición razonada o dogmática- en una descripción interesada y manipulada de las realidades a las que queremos enfrentarnos, que, lejos de exigirnos el esfuerzo de argumentar y concretar, nos permiten crear las cabezas de turco que luego cercenamos con tanta y tan engolada facilidad.

Como dirían Luckmann y Berger, la creciente institucionalización de esos cuentos -reflejo de la agenda política y de su masivo y acrítico traslado a la agenda mediática- nos mantiene presos a una realidad inventada, que impide afrontar las crisis de valores y consensos que minan y fragmentan el espacio público. La dialéctica -que es una contraposición creativa de ideas- queda sustituida por una estéril «analéctica» -refinado sinónimo del castizo diálogo de besugos-, puesta al servicio de la lucha por el poder. Por eso nos resulta tan confusa y gaseosa la política actual. Porque no estamos gobernando la España real, con sus españoles, sino una España inventada, fiada a la serendipia, y poblada por indignados fantasmas.