La culpa es del porno

OPINIÓN

31 ene 2019 . Actualizado a las 08:36 h.

Conozco a un tipo que lleva un tatuaje en el brazo con la imagen de Jack el Destripador. O más bien con la imagen que todos asociamos al supuesto asesino de Whitechapel: sombrero alto, capa, un largo cuchillo brillante y el misterio alojado en un rostro tapado hasta los ojos por una bufanda. Como tantos otros asesinos en serie, Jack el Destripador ha pasado a formar parte de la cultura popular. La explotación comercial de asesinos famosos es tan vieja como los medios de comunicación que hicieron famoso al mítico criminal. De hecho, la imagen icónica del destripador tiene su origen en la descripción de un sospechoso y su posterior popularización en un medio londinense de la época.

Estos días el estreno de la serie documental Conversations with a Killer: The Ted Bundy Tapes en Netflix, y el próximo estreno en cines de la película Extremely Wicked, Shockingly, Evil and Vile, ambas dirigidas por Joe Berlinger y centradas en el temible asesino en serie nacido en Vermont, han levantado cierta polémica. La primera utiliza como hilo conductor las grabaciones que en su día hicieron los periodistas Stephen Michaud y Hugh Aynesworth de sus conversaciones con Bundy. A través de ellas y del testimonio de familiares, amigos, abogados y policías, la serie ofrece un retrato aséptico sobre el personaje y arroja luz sobre las complejidades del trabajo policial y cómo el caso Bundy lo cambió para siempre. En el largometraje que se estrenará próximamente protagonizado por un espeluznante Zac Efron la historia está contada a través de la mirada de quién fue pareja de Bundy a finales de los 60 del siglo pasado, Elizabeth Kloepfer. Esto ha hecho que el film reciba acusaciones de pretender romantizar a Bundy. La cinta también refleja la popularidad que adquirió el asesino a raíz de los juicios y cómo se convirtió en una especie de icono pop.

No es la primera película sobre Ted Bundy:  The Deliberate Stranger, de 1986, cuenta con Mark Harmon en el papel del asesino, está basada en el libro Bundy: The Deliberate Stranger de Richard W. Larsen, y Ted Bundy, de 2002, con Michael Reilly Burke como protagonista llegaron antes que Berlinger y Efron. Lo cierto es que sí, Bundy es un personaje popular, y sí, fue y es una estrella mediática y no, no vivía en un castillo de los Cárpatos rodeado de murciélagos ni dormía en un ataúd.

Hay gente que se siente incómoda con esto, lo cual es comprensible. Pero por mucho que fastidie, por muy terrible que nos parezca, lo cierto es que Bundy era un hombre aparentemente normal. Daba bien en cámara. Tenía cientos de admiradoras en todo el país. En el juzgado sonreía y guiñaba el ojo a las cámaras. Llegó a pedirle matrimonio a una testigo en el estrado. Cualquier biopic del personaje que pretenda retratarle no será fiel a la realidad si omite deliberadamente esto o si pretende eludir la importancia que tuvo su caso para la investigación policial no solo en Estados Unidos.

Los sesudos análisis que caben en un tuit pero pueden alargarse insensatamente en algunos medios de comunicación norteamericanos en los que se asegura sin rubor alguno, a raíz de la polémica levantada, que Bundy asesinó impunemente en siete estados porque era blanco, son basura. Es absolutamente falso, Bundy recorrió medio país matando porque las autoridades policiales y judiciales no compartían datos entre las estados. La realidad suele rehuir las simplezas, y la explicación del hombre blanco ignora que uno de los mayores asesinos en serie de la Historia de Estados Unidos era negro: Carl Eugene Watts fue condenado por catorce asesinatos, los que se pudieron probar, pero se le achacan más de cien. Estuvo matando desde 1974 hasta 1982. Los y las activistas deberían tener en cuenta que los prejuicios y los sesgos racistas no funcionan como en el cine ni en base a sus pueriles deseos. En general, la policía suele ver a los negros como incapaces de perpetrar otros crímenes que no estén relacionados con las drogas o el robo.

Por supuesto, cada uno puede valorar como buenamente entienda las películas o documentales. Puede incluso quejarse de una supuesta romantización de un asesino. Pero la realidad sigue estando ahí. Los asesinos, y más los asesinos como Ted Bundy, son una excepción, una rareza. Pero esa excepcionalidad, esa repulsa que nos provocan, no debería ocultar que alguien así puede ser amado y admirado para quienes le rodean ignorando su lado oscuro. Los asesinos se casan y se divorcian, trabajan y montan empresas, tienen hijos y madres, hermanas y abuelos. Son como tú y como yo hasta que se descubren. Son el siempre saludaba y el nunca lo hubiera imaginado de él. La vida es así, y no se deberían confundir los deseos con la realidad. Que aspiremos a cambiar el mundo no debería implicar de ninguna manera que se borre la realidad o las obras que aspiran a imitarla, y desde luego, hacer un diagnóstico en base a lo que queremos que sea en lugar de a lo que es no sirve para nada más que estrellarse con una pared. Pensar que la gente no va a estar preparada para distinguir el bien del mal al ver una película sitúa a muchos exégetas del arte correcto entre las filas de quienes aseguran en los años 50 del pasado siglo que los cómics eran culpables de la violencia juvenil y la homosexualidad. Ni el conocido que mencioné al principio va a matar a nadie por hacerse un tatuaje de Jack el Destripador, ni la gente le va a pegar a su pareja por emular a alguien que murió en la silla eléctrica. El problema no está ni va a estar en el cine inspirado en la vida de Ted Bundy. El problema era Ted Bundy.