Independencia judicial

Ignacio Fernández Sarasola
Ignacio Fernández Sarasola LA CONSTITUCIÓN DE LA A A LA Z

OPINIÓN

Un magistrado vestido con la tradicional toga.
Un magistrado vestido con la tradicional toga. Javier Etxezarreta | Efe

03 feb 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

«Todo estaría perdido (afirmaba en 1748 Montesquieu) si los tres poderes se hallasen confundidos». Estas palabras de inmortal ilustrado francés concentraban la esencia de la división de poderes. No podía haber libertad para los individuos si aquel que hace las leyes (poder legislativo) es el mismo que las ejecuta (poder ejecutivo) y las aplica a casos concretos (poder judicial).

Las cosas han cambiado significativamente desde que estas palabras fueron escritas en El espíritu de las leyes. El sistema parlamentario de gobierno (gestado en Gran Bretaña y exportado luego a casi todos los países europeos) y la emergencia de los partidos políticos han alterado esta situación, al menos en lo que se refiere al Legislativo y al Ejecutivo: hoy nadie puede creerse que ambos poderes están separados. Muy al contrario, actúan en colaboración, y de hecho el Presidente del Gobierno resulta investido por la mayoría parlamentaria que, por tanto, escogerá a quien es afín a sus ideas. Pero la esencia de la división de poderes se mantiene al menos para el tercer poder en liza: el judicial. Y ahí es donde entra en juego la independencia que le caracteriza.

La independencia judicial tiene en realidad dos vertientes. Por una parte, se habla de independencia jurídica para referirse a la no sujeción de jueces y magistrados a órdenes procedentes de otros órganos del Estado. Cada juez, desde un magistrado del Tribunal Supremo hasta un juez de paz, es igualmente independiente en su jurisdicción, y si algún otro miembro del poder judicial, u otro órgano del Estado, le expidiese órdenes sobre cómo resolver un litigio estaría incurriendo en un delito actualmente castigado con prisión de hasta dos años, multa e inhabilitación para empleo o cargo público de dos a seis años. Es más, los jueces y magistrados son inamovibles, lo que garantiza esa independencia. La inamovilidad supone que no pueden ser trasladados de sus juzgados por la voluntad arbitraria de otros órganos. Si no fuera así, estaría sometidos indirectamente a la voluntad de aquellos poderes públicos que pudieran trasladarlos: actuarían según les conviniera a estos últimos para evitar verse sujetos a un cambio de juzgado. Bien es cierto que, puesto que los jueces son responsables, esta inamovilidad no es absoluta. En caso de infracciones disciplinarias muy graves, el Consejo General del Poder Judicial sí puede acordar un traslado. Es más, si cometen un ilícito penal pueden llegar a ser inhabilitados, lo que pone fin a su carrera judicial, como sucedió en España con casos tan conocidos como los de Baltasar Garzón y Javier Gómez de Liaño.

Determinados factores pueden hacer dudar de esa independencia. Por una parte, la propia planta judicial está distribuida en diversas instancias: jueces de paz, juzgados de primera instancia e instrucción (y otros de su mismo nivel), Audiencias Provinciales, Tribunales Superiores de Justicia, Audiencia Nacional y Tribunal Supremo. Pues bien, esta organización no significa que unos sean inferiores jerárquicamente a otros: las instancias apenas entrañan que las resoluciones de unos tribuales pueden ser recurridas ante otros. Pero los que se encuentran en una instancia superior (por ejemplo, el Tribunal Superior de Justicia respecto de la Audiencia Provincial) no pueden impartirles órdenes sobre cómo resolver sus asuntos; sólo pueden corregir sus sentencias si se han recurrido en tiempo y forma.

Otro argumento que suele esgrimirse para cuestionar la independencia de los jueces reside en el papel del Ministerio Fiscal. Éste sí que está sujeto a jerarquía, en cuya cúspide se encuentra el Fiscal General del Estado, elegido por el Gobierno. Ahora bien, los fiscales no son jueces, sino que actúan como acusación defendiendo los intereses públicos, así que no comprometen esa independencia. No obstante, creo que hay que congratularse de que, a diferencia de lo que sucede en otros países como Estados Unidos, los Fiscales no lleven en España la instrucción de los procesos (como pretendió implantar el Gobierno de Zapatero), ya que en ese caso esa sujeción de los fiscales al Gobierno sería un auténtico peligro para la tutela judicial efectiva.

Un último aspecto suele esgrimirse cuestionando la independencia judicial: la presencia del Consejo General del Poder Judicial. Pero hay que tener presente que este no es un órgano judicial, sino de gobierno de jueces y magistrados. A él le competen cuestiones tales como la fijación de las pruebas selectivas para el acceso a la carrera judicial, informar sobre proyectos de ley referentes al Poder Judicial, inspección de los juzgados y tribunales, determinación de ascensos en la carrera judicial (los distintos niveles son juez, magistrado y magistrado del Tribunal Supremo) y responsabilidad disciplinaria en caso de infracciones graves o muy graves. Pero este órgano no ejerce funciones judiciales. Bien es cierto que su Presidente lo es también del Tribunal Supremo, pero ese cargo entraña sustancialmente la alta representación de ese tribunal, sin que le confiera competencias judiciales específicas.

Ya he mencionado que la independencia judicial tiene dos dimensiones. La segunda es lo que se denomina como independencia fáctica. Esta entraña que los jueces deben estar lo más desligados posibles de cualquier conexión social, política o económica que pueda perturbar el ejercicio de sus funciones. El juez está sometido sólo al imperio de la ley, y ha de estar en una posición de aislamiento tal que impida que eso cambie. Los mecanismos para lograr esta independencia son varios, pero el más significativo es la exclusividad de las funciones judiciales. Es decir, que los jueces están sometidos a un severo régimen de incompatibilidades y prohibiciones que les impiden ejercer otros cometidos que no sean los puramente judiciales que tienen encomendados. Aun así, hay ciertas excepciones razonables: por ejemplo, los jueces participan en los jurados de expropiación forzosa, o en las juntas electorales. Pero en ambos casos (en los que en realidad no ejercen cometidos judiciales sino administrativos) su presencia es una garantía para el ciudadano, ya que sus conocimientos jurídicos se ponen al servicio de esos órganos.

Como en todos los sistemas, también el español tiene sus tachas, y la independencia judicial no es excepción. Siempre se puede hacer más para garantizar esa independencia (por ejemplo haciendo que sus decisiones no dependan de la acusación del ministerio fiscal), pero creo que en España es algo que todavía funciona mínimamente bien. Ejemplos como el caso Noos, en los que el juez pudo condenar a Iñaqui Urdangarín a pesar de las constantes presiones a las que se vio sujeto, sirven para corroborarlo.

Conviene recordarlo ahora, a las puertas del juicio a los perpetradores del procés catalán. Sus corifeos pueden seguir barruntando que España es un Estado autoritario, que los jueces están al servicio del Gobierno o que hay juicios políticos. Obviamente un delincuente siempre se considerará perseguido. Así se consideraban los terroristas de ETA, lo que no impidió que fueran condenados por sus atrocidades. Quienes cometen delitos de sedición y desobediencia judicial no pueden esperar otra cosa. Por eso su aspiración es crear un Estado catalán en el que los jueces sean afines al independentismo. Eso ya existe en otros países: en la Venezuela de Nicolás Maduro. O sea que no son ni siquiera originales.