Venezuela, Cataluña y la política líquida

OPINIÓN

Los opositores al régimen de Maduro salieron a las calles para exigir el fin de la crisis y respaldar al autoproclamado presidente Juan Guaidó
Los opositores al régimen de Maduro salieron a las calles para exigir el fin de la crisis y respaldar al autoproclamado presidente Juan Guaidó Miguel Gutiérrez | EFE

05 feb 2019 . Actualizado a las 18:19 h.

Si algo caracteriza a la política del siglo XXI es la escasa solidez de las ideas y la poca firmeza de los principios. Ideas, porque ideología solo existe una y en la acepción que le dio Marx, don Carlos. En cuanto a los principios, parece indiscutible que el triunfador fue otro Marx, don Groucho. Por eso resulta apropiado hablar de política «líquida». También se la podría considerar gaseosa, incluso viscosa, pero ya que lo posmoderno es el amor líquido y que en ocasiones amenaza con ahogarnos, probablemente sea esa la mejor forma de definirla.

En lógica correspondencia, el lenguaje político-periodístico se ha hecho tan fluido que resulta difícil aprehenderlo. Valga como ejemplo el término «régimen». Hasta el cambio de milenio carecía de sentido peyorativo, en el diccionario de la RAE todavía figura como primera acepción: «sistema político por el que se rige una nación». Las demás son también neutras: conjunto de normas o características de algo. Por eso me extrañó en su día que se organizase tanta escandalera porque Podemos y la nueva IU hablasen del «régimen del 78». ¿Qué tenía de malo decir que era un régimen político? Por mi profesión, hablo habitualmente del régimen constitucional, del democrático de 1869, del liberal conservador de 1876 o del republicano, todos distintos, sin que eso añada ninguna connotación. La cosa se fue aclarando (o enturbiando) cuando sus rivales conservadores comenzaron a referirse al régimen chavista de Venezuela o al socialista de Andalucía, incluso de Asturias, a pesar de Marqués y Cascos.

En Venezuela ganaba las elecciones Hugo Chávez con holgadas mayorías, en Andalucía, con el mismo sistema político y judicial y con similar legislación electoral que el resto de España, lo hacía el PSOE. Creía que empezaba a atisbar la nueva acepción político-periodística del término régimen, al menos la conservadora: «gobierno prolongado de un partido». Poco duró la alegría. Vivo en Castilla y León, donde sucede lo mismo que en Andalucía, con la diferencia de que quien gana es el PP. Me puse a buscar con denuedo en los periódicos, escuché con atención a los políticos, pero ¡nadie hablaba del régimen de Herrera o del PP! Tuve que concluir que el significado del nuevo adjetivo solo se podía definir de manera subjetiva: «gobierno o sistema democrático que no me gusta y me parece que se prolonga demasiado en el tiempo».

Más recientemente ha sucedido lo mismo con «golpe de estado» y es esto lo que une a Venezuela con Cataluña y también, otra vez, a la izquierda y a la derecha. Aunque solo sea desde el punto de vista formal, saltan a la vista las similitudes entre las autoproclamaciones del señor Guaidó y de Puigdemont y su gobierno: ambos ostentaban cargos públicos y los dos decidieron, con amplio apoyo popular, extralimitarse y adoptar decisiones que la ley no les permitía, ninguno dispuso de fuerza armada o utilizó la violencia. Como en el caso del régimen, los que acusan a Puigdemont de dar un golpe de estado no lo ven en la decisión de Guaidó y los que creen que sí lo dio este piensan que no lo dio el otro. De nuevo, un concepto que parecía sólido se vuelve líquido.

Si se analizan los dos casos con cierto rigor, la única conclusión posible es que ni en Venezuela estos días ni en Cataluña en 2017 hubo un golpe de estado. Las similitudes se acaban aquí, aunque no la incidencia de uno y otro sobre la líquida política española. Lo que sucede en el país caribeño se asemeja a una revolución más que a otra cosa, lo de Cataluña a una astracanada, que ni el gobierno ni los políticos contrarios a la independencia supieron aprovechar para desacreditar a sus protagonistas; al contrario, se empeñaron en convertirlos en héroes. Tanto uno como otro dominan el debate político en España, que, salvo contadísimas y encomiables excepciones, se ahoga en una marea de palabras hueras, solo pronunciadas como arma arrojadiza.

Quien ha dado un golpe de estado en Venezuela es el señor Maduro al ignorar la victoria electoral de la oposición en las elecciones legislativas de diciembre de 2015, en las que, con una participación del 74,17%, obtuvo el 56,21% de los votos. La invención en 2017 de una asamblea constituyente, elegida con un procedimiento corporativo no previsto en la Constitución, y el anticipo, tampoco constitucional, de las elecciones presidenciales a 2018 son otros dos hitos de ese golpe de estado institucional. Golpe de estado porque el presidente violó la Constitución para perpetuarse en el poder apoyado en la fuerza armada. Juan Guaidó, como presidente de la Asamblea Nacional, es una de las primeras autoridades del Estado y está previsto en la Constitución que pueda ejercer la presidencia interina, aunque el procedimiento de autoproclamación no ha sido constitucional. Ahora bien, Maduro ha demostrado que no va a permitir que gobierne la oposición aunque tenga la mayoría y frente a eso es legítima la revolución. La vía que intenta la oposición es pacífica, para consolidarse ha creado una situación de doble poder, si don Nicolás fuese de izquierda y hubiera leído algo lo encontraría bastante familiar.

Es cierto que EEUU, el poder económico y las derechas de Venezuela y España utilizaban contra el Chávez que ganaba las elecciones democráticamente los mismos argumentos que hoy contra Maduro. También que el gobierno de Trump no se mueve por motivos altruistas, que Bolsonaro no puede dar lecciones de democracia y que la oposición venezolana es en buena medida revanchista y reaccionaria, que nunca aceptó un gobierno popular que no sirviese a sus intereses. Ahora bien, eso no puede ocultar que Maduro carece de legitimidad democrática y que los centenares de miles de personas que salen a las calles y arriesgan su vida en las protestas son los verdaderos protagonistas de los acontecimientos.

La única solución pasa por la convocatoria de elecciones presidenciales libres. Una intervención militar norteamericana sería intolerable y probablemente condujese a una dictadura, más o menos maquillada. La democracia debe ser restablecida por los propios venezolanos. La fragmentación de la oposición es una de sus debilidades, pero también puede dificultar el establecimiento de un sistema autoritario de derechas controlado por EEUU. De hecho, el partido de Guaidó pertenece a la internacional socialista.

La izquierda venezolana deberá reflexionar sobre los errores de gestión que han hundido la economía del país y dilapidado la gran movilización popular que sostuvo a Hugo Chávez; la española sobre si es conveniente el apoyo acrítico a cualquier líder que se proclame antiimperialista o, peor todavía, adoptar como referentes a movimientos de ideología difusa que nacen en estados cuya economía, estructura social, historia y tradición política no tienen nada que ver con la de nuestro país. Apoyar a Nicolás Maduro solo puede conducir a favorecer una guerra civil en Venezuela o el establecimiento de una dictadura sin cortapisas.

En Cataluña nunca pudo producirse un golpe de estado porque no es un Estado. La proclamación de una república en la que el flamante presidente ni siquiera arria la bandera monárquica española de su palacio y al día siguiente se va a tomar unos vinos a su pueblo, desentendiéndose de poner en marcha lo que había proclamado, puede encajar en una película de Woody Allen o de los hermanos Marx, pero no tiene parangón en la historia y debería tener difícil cabida en el código penal. El gobierno que decía haberse rebelado tenía a su disposición una fuerza armada que no hizo ningún amago de utilizar. La «violencia» de los manifestantes en las calles de Cataluña fue menor que en cualquiera de las protestas de los chalecos amarillos franceses o de muchas de las manifestaciones habituales en cualquier país democrático. Es evidente que algunos dirigentes independentistas, empezando por Puigdemont y su gobierno, violaron las leyes, pero no es lo mismo la desobediencia, o un delito o falta de orden público, que un golpe de estado, una rebelión o la sedición.

Que todo esto se haya desaprovechado políticamente y, en cambio, se utilice la crisis catalana para embarrar la política española y exaltar un peligroso nacionalismo contrario sí puede considerarse éticamente delictivo. El independentismo catalán está siendo sostenido por sus supuestos adversarios y la política se ahoga en un mar de palabras que han perdido su sentido. Mientras tanto, Santiago Matamoros cabalga de nuevo. La batalla de Clavijo también fue líquida.