Una mujer durante la manifestación a las puertas de los juzgados de Valladolid, durante la celebración del juicio contra la activista feminista Blanca Cañedo
Una mujer durante la manifestación a las puertas de los juzgados de Valladolid, durante la celebración del juicio contra la activista feminista Blanca Cañedo Nacho Gallego

08 mar 2019 . Actualizado a las 09:13 h.

Nos cuenta Inés Arrimadas que el feminismo no es de nadie y es de todos, y defiende un decálogo en el que pide que de una vez por todas superemos la «guerra de los sexos», enterremos nuestra historia (pelillos a la mar) y miremos hacia el futuro para buscar la «igualdad». Lo hace, además, llamándose a sí misma y a su partido «feminista liberal», y reivindicándose heredera de Clara Campoamor.

La cosa sería para tomársela a broma, si no fuera porque el feminismo, que acumula 200 años de historia y de teoría crítica, se ha convertido de pronto en una marea mayoritaria en la que, si seguimos estirando, vamos a acabar adoptando a Santiago Abascal.

Para hablar con propiedad, Arrimadas debería haber leído un poco más, o por lo menos intentar hacer un ejercicio de sinceridad y reconocerse hija ideológica no de Campoamor, sino de la Thatcher. Lo suyo debería llamarse, de entrada, neoliberal, porque parte de la base de que las sociedades están formadas por individuos, que como átomos toman libremente decisiones y niega la existencia de estructuras (tejidos, órganos sociales) que hacen que la libertad, para algunas, sea la libertad de morirse de asco.

Dice Arrimadas, sin despeinarse, que las sociedades más feministas son las que permiten a las mujeres, legalmente, venderse a trozos. Porque a ella, como a la Thatcher, lo que realmente le gusta es encontrar un nicho de mercado, y está claro que el de bebés promete ser tan próspero como ya es la industria del sexo. Porque para esta señora la libertad no es un acto de elección, sino de consentimiento. Para poder elegir hay que tener alternativas, y tanto en el mercado del sexo como en el mercado de los vientres de alquiler, cualquiera que no sea ciego ve que la inmensa mayoría de las mujeres que han dado su consentimiento proceden de países empobrecidos, en muchos casos terriblemente machistas, en otros supervivientes de historias recientes atroces. Negar la estructura social de desigualdad que nutre de mercancía humana ambos siniestros mercados (el del sexo y el de los vientres de alquiler) es tanto como interpretar que lo que les pasa a los africanos que se lanzan al Mediterráneo en pateras es que les gustan los deportes marítimos y disfrutar del aire libre. Lo raro es que partidos que se dicen defensores de los derechos de las clases populares suscriban punto por punto, al menos en cuanto a la prostitución, la perversa receta de Arrimadas.

Tanto en la prostitución como en los vientres de alquiler las mujeres venden derechos fundamentales, libertades personales (y en uno de los casos, niños) a cambio de dinero, en una sociedad que tiene unas desigualdades económicas brutales. Legislar la venta de derechos y libertades es tanto como reconocer que estos derechos y estas libertades son de quien los pueda pagar. Las mujeres como Arrimadas y sus hijas no corren el riesgo de acabar con un tanga en una rotonda de un polígono industrial. Quizá por eso (y por falta de empatía y de imaginación) no les tiembla la voz al recomendar esa salida «laboral» para las mujeres empobrecidas del mundo. Legislar apoyándose solo en el consentimiento, como si no formáramos parte de un cuerpo social, abre puertas terriblemente peligrosas, y Ciudadanos lo sabe: las mujeres somos los conejillos de indias, pero detrás viene el resto. Si admitimos como un acto de libertad la venta de las mujeres y sus hijos, dentro de poco podremos estar hablando de cómo regular un mercado altruista de riñones, con ciertas compensaciones económicas para el pobre de solemnidad que por puro amor a los seres humanos «regala» sus órganos vitales.

Cuela también Arrimadas en su decálogo cuñadista expresiones como la «guerra de los sexos», una malévola forma de hacer tabula rasa entre víctimas y victimarios. A las mujeres la cultura patriarcal nos ha negado todo, y hemos tenido que ir conquistando cada uno de nuestros derechos luchando con uñas y dientes. Ha sido una revolución pacífica, en la que las muertas las seguimos poniendo nosotras. Hablar de «guerra de sexos» es tanto como empezar a describir el Holocausto como «guerra judeoalemana».

Con amigas como Arrimadas, las mujeres no necesitamos enemigos. Su partido ha pactado con Vox, que si le dejamos resucita las viejas inclusas, los conventos de «arrecogidas», el concepto de «mujer caída», de «ángel del hogar» y las Juntas de Damas para la represión de la Trata de Blancas. Arrimadas, más moderna, nos plantea además un mundo en el que, quien quiera derechos, que se los pague, donde ofrecer servicios sexuales puede ser un plus lícito para acceder a un puesto de trabajo, y las estudiantes de barrio puedan vender a uno de sus hijos para pagarse la carrera.