Vamos camino de un Estado cañí

OPINIÓN

23 mar 2019 . Actualizado a las 09:21 h.

Yo, por haber nacido en Forcarei, soy del Celta. Pero cada vez que mi equipo entra en ese ciclo que le hace canear a los rivales delante de su propia puerta, hasta que le marcan el famoso gol del minuto 92, que significa la derrota, suspendo la militancia celtista, que inicié en la escuela, y me hago del Alcorcón, o del Torrelavega… ¡De cualquiera, diría yo, menos del club que pienso que me toma el pelo! Y ahí permanezco, con sentimiento de exiliado, hasta que surge un nuevo proyecto, con ganas de jugar y ganar, y regreso con fidelidad y resignación a los vaivenes de la Liga.

Con el Estado -pidiendo perdón por la comparación- hago lo mismo. Siempre voy con él, y con sus instituciones. Soporto sus contratiempos, sus debilidades y sus defectos con fidelidad acendrada e irreductible. Pero cuando tengo la sensación de que el Estado se vuelve cañí, y que, en vez de gobernar y gobernarse seriamente, está tocando la pandereta y las castañuelas, me paso a cualquiera, aunque se llame Torra, y espero, en durísimo exilio, a que vuelva el sentido común. Porque ganas de bailar la jota -¡lo confieso!- tengo pocas.

Y esto es lo que siento hoy al ver cómo el mismo Estado que permaneció impasible y acongojado cuando el Parlament aprobó la Ley 20/2017, de 8 de septiembre, de transitoriedad jurídica y fundacional de la República, que derogaba la Constitución en Cataluña, creaba un nuevo Estado e iniciaba el proceso de transición a la República; o cuando aprobó la Ley 19/2017, de 6 de septiembre, del referéndum de autodeterminación, que generaba un instrumento radicalmente ilegal para iniciar y gestionar la secesión; ese mismo Estado -insisto-, que aún sigue sin procesar a los autores de tan flagrante prevaricación y atentado contra la legitimidad jurídica del Estado -porque lo que ahora estamos juzgando, con desmesura, sólo es una algarada-, se pone divino desde la Junta Electoral Central y arremete contra la trapallada irrelevante de los lazos amarillos -una travesura que la reacción del Estado está convirtiendo en una especie de tercera guerra mundial-, y empeña todo su prestigio, y su legítimo uso de la fuerza, en echarle un pulso a un cantamañanas escurridizo y burlón que sigue conservando en sus manos todo el poder de Cataluña.

A esta batalla de los lazos amarillos, que, lejos de terminar con la ya ordenada intervención de los Mossos, se va a convertir en guerra de guerrillas, le llamo yo tocar pandereta y castañuelas. Y, puesto que lo que se me ofrece es un espectáculo circense, que, como decía San Agustín, «canta tonadillas en tiempo de duelo», me pongo esta vez de parte del inimitable payaso Torra, porque es el que más y mejor me divierte, el que mejor maneja los trucos y la zambomba, y el que, empeñado en torear y banderillear al Estado cañí, menos ofende mi inteligencia y mi dignidad.

Por eso pregunto: ¿es que en todo Madrid no queda ningún pollo con cabeza? Denme ustedes la respuesta, por favor. Porque la que bulle en mi interior es realmente trágica.