Los señores de las estepas

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Ed Carosía

24 mar 2019 . Actualizado a las 10:32 h.

De Nursultán Nazarbáyev, el pintoresco autócrata de Kazajistán, se podía esperar cualquier cosa menos lo que acaba de hacer: dimitir. Se ha sabido esta semana y, con la opacidad que caracteriza a esta Corea del Norte de la estepa, no se sabe por qué. Si finalmente sucede, marcará el fin de una era: la de los extravagantes «hombres fuertes» de Asia Central que siguieron al colapso de la URSS, y que poco a poco van siendo sustituidos, no por democracias, lo que ya sería mucho pedir, sino por otros hombres fuertes, pero menos extravagantes.

Que Nazarbáyev era un «hombre fuerte» lo dice hasta la báscula, porque su hagiografía cuenta que pesó cinco kilos al nacer. Más tarde fue luchador semiprofesional, lo que sin duda le ayudó a abrirse paso en la nomenklatura soviética por medio de empujones y presas más o menos reglamentarias. Tuvo la suerte de estar ahí cuando la URSS se evaporó, y, como otros líderes de Asia Central, abandonó el modelo de Lenin para adoptar el de Tamerlán, el líder igualmente cruel pero paternal, el proveedor endiosado aunque generoso.

Durante años he seguido con interés a estos sátrapas de Asia Central y sus caprichos de lujo asiático. Estaba Saparmurat Niyázov de Turkmenistán, que, entre otras cosas, cambió el calendario para ponerle al mes de abril el nombre de su madre, y se hizo una estatua en oro que giraba siguiendo el curso del sol. Estaba Islom Karimov de Uzbekistán, que escribía libros y hacía pasar exámenes a la gente para asegurarse de que los habían memorizado. Y, por supuesto, he seguido a este Nursultán Nazarbáyev, que ahora hace mutis, después de haber hecho de todo para dejar huella, desde inventar un alfabeto nuevo para la lengua kazaja -los usuarios se quejan de que se le fue la mano con los apóstrofes; «cereza», por ejemplo, se escribe s’i’i’e- hasta hacerse construir una nueva capital en medio de la nada. Esa capital se llamaba Astana (que quiere decir eso, «capital»), hasta que el miércoles, como se veía venir, se le cambió el nombre por el de Nazarbáyev: Nursultán.

Nursultán es una de las urbes más extrañas del mundo, casi vacía salvo por el viento. Tiene dos grandes edificios dorados, que los locales llaman irrespetuosamente «las latas de cerveza», y una torre que representa un dragón, un árbol y un huevo, dentro del cual los visitantes pueden presionar una huella de las manos del propio Nazarbáyev en bronce, y entonces suena el himno nacional -o sonaba, porque alguien compasivo lo saboteó para que dejase de atormentar a los vecinos-. No lejos, el Museo Nazarbáyev contiene desde sus notas escolares (todo sobresalientes) hasta una pelota de tenis que le firmó Boris Becker. Y un poco más allá empieza ya la estepa, monótona y bella como el poema sinfónico que le dedicó Borodin.

Es cierto que en tiempos de la URSS Kazajistán era poco más que un almacén de armas nucleares y un depósito de residuos radiactivos, hasta el punto de que algunas plazas principales, en vez de por una fuente, estaban presididas por un contador Geiger. Y es cierto que bajo Nazarbáyev el país se ha hecho rico con el petróleo y el gas, aunque cuánto mérito le corresponda a él en esa transformación es discutible. Desde luego, su poder se ha basado en la represión -han ardido periódicos, han desaparecido opositores-. Lo que no se puede negar es que Nazarbáyev ha sido hábil explotando las fantasías de su pueblo. Porque, como todos los que han sido nómadas, los kazajos han soñado durante siglos justamente con esas dos cosas que, aunque mal hechas, él les ha dado: un alfabeto para escribir canciones y una ciudad de torres doradas.