Stalin Rules o cómo liderar la autodestrucción

OPINIÓN

04 abr 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

Hybris es la personificación de la desmesura en la mitología griega. Y el nombre que el neurólogo y ex-canciller británico, David Owen, dio a un síndrome que «se inicia desde una megalomanía instaurada y termina en una paranoia acentuada», según describe en su libro En el poder y la enfermedad (2011).

En la Antigua Grecia, la hybris era una de las conductas que provocaba mayor rechazo, pues consistía en tratar a los demás con la insolencia de quien se cree superior y merecedor de más de lo que le corresponde.

En el diálogo platónico que mantienen Fedro y Sócrates sobre el amor, el último decía que «cada uno de nosotros debe reconocer que hay dos principios que le gobiernan, que le dirigen, y cuyo impulso, cualquiera que sea, determina sus movimientos: el uno es el deseo instintivo del placer, y el otro el gusto reflexivo del bien. […] Cuando el gusto del bien, que la razón nos inspira, se apodera del alma entera, se llama sabiduría; cuando el deseo irreflexivo que nos arrastra hacia el placer llega a dominar, recibe el nombre de intemperancia [hybris]». Años más tarde, Aristóteles diría en su Retórica que: «Por esta razón los jóvenes y los ricos son proclives a insultar, pues piensan que cometiéndolos [los actos de hybris], se muestran superiores».

En la actualidad no se trata tanto de un transgresión, ni de un trastorno psicológico, como un conjunto de síntomas relacionados con el ejercicio del poder, que Owen registró en su condición de médico y político mientras se encargaba de los asuntos exteriores del Reino Unido: «Este modelo resulta muy familiar en las carreras de los líderes políticos cuyo éxito les hace sentirse excesivamente seguros de sí mismos y despreciar los consejos que van en contra de lo que creen, o en ocasiones toda clase de consejos, y que empiezan a actuar de un modo que parece desafiar a la realidad misma».

Un repaso histórico de dirigentes políticos del siglo XX permite establecer una posible correlación entre determinados perfiles psicológicos y acciones políticas moralmente cuestionables, que de haber contado con procesos de decisión más transparentes y contrabalanceados con mecanismos colegiados y democráticos habrían evitado numerosas calamidades.

Por ejemplo, en otro libro de Owen, The Hubris Syndrome: Bush, Blair and the Intoxication of Power (2008) se expone la invasión de Irak; una intervención militar justificada con mentiras, que respondía más a los deseos de sus promotores de pasar a la historia que a una amenaza real. Aznar, paradigma de la hybris, pasa desapercibido tal vez porque sus niveles de soberbia entran en la categoría de esperpento.

Uno de los factores que contribuye a que estos personajes se pierdan en la bruma estupefaciente del poder es que, demasiadas veces, consiguen neutralizar la capacidad de esos mecanismos de control rodeándose de colaboradores para cuya selección se antepone la lealtad incondicional a la competencia política. Equipos que, lejos de contribuir al éxito en su cometido con aportaciones críticas que permitiesen evaluar honestamente la complejidad de la acción de gobierno, no hacen sino atesorar su cargo asintiendo acríticamente a toda veleidad del líder. Lo que no pocas veces acaba derivando en una dinámica de confirmación falaz del acierto en la toma de decisiones a la vez que se recela de cualquier discrepancia, dentro o fuera del grupo. Y el recelo indiscriminado, consustancial a la paranoia, acaba provocando lo que se teme: conspiraciones y traiciones que, a su vez, retroalimentan la paranoia.

Cierto es que las conspiraciones no solo se dan en respuesta a un ejercicio despótico del poder, como una némesis que se infligiera a los prepotentes, sino que pueden formar parte de una ilegítima estrategia de derrocamiento. Ahora bien, si quienes detentan el poder se arrogan, además, la facultad de juzgar la discrepancia con la ilusión de infalibilidad propia de los endiosados, el pronóstico no puede ser sino una espiral autodestructiva.

Stalin, un paranoico de libro que purgó a los médicos que le diagnosticaban enfermedades a su juicio inconvenientes e incluso mandó ejecutar a alguno que le recomendó delegar, pasó no se sabe cuántas horas tirado en el suelo de su habitación, inconsciente, tras el ataque cardiovascular que acabaría con su vida días más tarde, porque su médico personal se encontraba preso tras una nueva ronda de detenciones de médicos judíos acusados de conspirar contra los líderes soviéticos, y porque ni siquiera sus ayudantes más próximos se atrevían a entrar en su estancia sin autorización expresa.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.